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COMEDIA DE EQUIVOCACIONES.

Antífolo de Siracusa.—¡Y bien! ¿Qué ocurre, Dromio? ¿Á dónde corres tan aprisa?

Dromio.—¿Me conocéis, señor? ¿Soy Dromio? ¿Soy vuestro criado? ¿Soy yo, yo mismo?

Antífolo.—Eres Dromio, eres mi criado, eres tú mismo.

Dromio.—Soy un asno, soy el hombre de una mujer, y todo esto sin ser yo parte en ello.

Antífolo.—¡Cómo! ¿El hombre de qué mujer? ¿Y cómo sin que seas parte en ello?

Dromio.—Á fe mía, señor, que sin saber cómo pertenezco á una mujer; á una mujer que me reivindica; á una mujer que me persigue; á una mujer que está resuelta á tenerme.

Antífolo.—¿Qué derechos alega sobre ti?

Dromio.—¡Ah! señor, el derecho que alegaríais sobre vuestro cabello; pretende poseerme como á una bestia de carga: no que quiera tenerme por ser yo una bestia, sino que siendo ella una criatura enteramente bestial, quiere tener derechos sobre mí.

Antífolo.—¿Quién es ella?

Dromio.—Un cuerpo muy venerable: sí, uno del cual un hombre no puede hablar sin decir: «Muy reverendo señor.» Bien flaca suerte me cabría en esta unión, y sin embargo, es un casamiento maravillosamente gordo.

Antífolo.—¿Qué quieres decir por un casamiento maravillosamente gordo?

Dromio.—¡Oh! sí, señor: es la moza de cocina, y con más grasa que piel. Ni se me ocurre lo que podré hacer con ella, á menos que sea hacerla arder como una lámpara para escaparme lejos á favor de su propia claridad. Garantizo que los andrajos con que se viste y el sebo de que están impregnados calentarían el invierno de Polonia: y si viviese hasta el juicio final, podría arder una semana más que el mundo entero.