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JULIO CÉSAR

Casio.—Los que han conocido cuán llena de delitos está la tierra. En cuanto á mí, he recorrido las calles, arrostrando esta noche de peligros; y desceñido como me véis, he desnudado mi pecho al granizo de la tormenta; y cuando el azulado oblicuo rayo parecía abrir el seno del cielo, yo me presenté en su propia senda y bajo su mismo estallido.

Casca.—Pero ¿para qué provocasteis tanto á los cielos? Toca á los hombres temer y temblar, cuando los más poderosos dioses envían como señales heraldos tan terribles para despertar nuestra admiración.

Casio.—Casca, no sois despierto. Os faltan esos destellos de vida que todo romano debería tener, ó al menos no os servís de ellos.—Estáis pálido, azorado, lleno de temor y de asombro al ver la extraña impaciencia de los cielos. Pero si consideraseis la verdadera causa de estos fuegos, de estos espectros que se deslizan; el por qué los decrépitos, los idiotas y los niños calculan; y las aves y bestias de diversa clase y calidad, y mil otras cosas cambian su naturaleza y sus innatas facultades por una condición monstruosa; entonces hallaríais que el cielo les ha infundado esta disposición para que sean instrumentos de temor y alarma para algún monstruoso estado de cosas. Ahora podría yo, Casca, nombraros á un hombre por demás parecido á esta terrible noche; hombre que truena, lanza rayos, abre sepulcros y ruje como el león del Capitolio; un hombre que en acción personal no es más poderoso que vos ó yo; pero que ha crecido prodigiosamente y es temible como lo son estas extrañas erupciones.

Casca.—Aludís á César, ¿no es así, Casio?

Casio.—Sea á quién fuere; porque ahora los romanos tienen miembros y fuerza como sus antepasados; pero mientras tanto ¡oh desventura! el espíritu de nuestros padres está muerto, y sólo nos anima el de