cedle en su buen sentido, y os daré cuanto pidiéreis.
Luciana.—¡Ay! ¡Qué chispeantes y furiosas son sus miradas!
La cortesana.—¡Ved cómo tiembla en su enagenación!
Pinch.—Dadme vuestra mano; dejadme sentir vuestro pulso.
Antífolo.—Tomad, he aquí mi mano, y que la sienta vuestra oreja.
Pinch.—Te adjuro, Satanás, ya que habitas dentro de este hombre, ceder la posesión á mis santas oraciones y hundirte al instante en tus dominios tenebrosos; te adjuro por todos los santos del cielo.
Antífolo.—Silencio, brujo chocho; silencio; no estoy loco.
Adriana.—¡Oh! ¡Pluguiese á Dios que no lo estuvieses, alma desventurada!
Antífolo.—(A su esposa.) Y vos, favorita, ¿son estos vuestros compinches? ¿Es este compañero, cara de azafrán, quien estaba de gala y fiesta hoy en mi casa, mientras que las puertas estaban criminalmente cerradas, y que se me rehusaba la entrada?
Adriana.—¡Oh! esposo mío, Dios sabe que habéis comido en casa; ¡y ojalá hubiéseis permanecido hasta ahora al abrigo de esta difamación y de este público oprobio!
Antífolo.—¿He comido en casa? Tú, tunante, qué dices tú?
Dromio.—Para decir la verdad, señor, no habéis comido en el alojamiento.
Antífolo.—¿Mis puertas no estaban cerradas y yo fuera?
Dromio.—¡Por Dios! Vuestra puerta estaba cerrada y vos fuera.
Antífolo.—¿Y ella misma no me ha colmado de injurias?