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COMEDIA DE EQUIVOCACIONES.

La abadesa.—Silencio, buenas gentes: ¿por qué os agrupáis aquí?

Adriana.—Vengo á llevar de aquí á mi pobre esposo que está loco. Entremos á fin de que podamos atarle con firmeza y conducirle á casa para que se cure.

Angelo.—Bien veía yo que no estaba en su entero juicio.

El mercader.—Me pesa ahora haber sacado la espada contra él.

La abadesa.—¿Desde cuándo está así poseído?

Adriana.—Toda esta semana ha estado melancólico, sombrío y triste; bien diferente de lo que era siempre; pero hasta este medio día, su enfermedad no había jamás estallado en tal extremo de rabia.

La abadesa.—¿No ha sufrido grandes pérdidas en un naufragio? ¿Ó enterrado algún amigo querido? ¿Sus ojos no han extraviado á su corazón en un amor ilegítimo? Es un pecado muy común en los jóvenes, quienes dan á sus ojos la libertad de verlo todo. ¿Á cuál de estos accidentes ha solido estar sujeto?

Adriana.—Á ninguno, si no es el último. Quiero decir, algún amorío que le alejaba frecuentemente de su casa.

La abadesa.—Deberíais haberle amonestado por ello.

Adriana.—Por cierto, lo he hecho.

La abadesa.—Quizás con escasa energía.

Adriana.—Con tanta como me lo permitía el pudor.

La abadesa.—Quizás en particular.

Adriana.—Y en público también.

La abadesa.—Sí, pero no lo suficiente.

Adriana.—Era el tema de todas nuestras conversaciones; en la cama, no podía él dormir, por lo mucho que de ello le hablaba. En la mesa, no podía comer por lo mucho que de ello le hablaba. Á solas, era el objeto de mis reconvenciones. En sociedad, aludía yo