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LAS ALEGRES COMADRES

Pistol.—Conozco al individuo. No es de mala sustancia.

Falstaff.—Honrados muchachos míos, voy á deciros lo que tengo en perspectiva.

Pistol.—Las dos yardas ó más que tenéis de circunferencia.

Falstaff.—Nada de bromas ahora, Pistol. En verdad que me veo con el agua á las narices; y a pesar de mis dos yardas de redondez no puedo redondearme. Así, estoy por ver de medrar y no de quedarme con un palmo de narices. En una palabra: me propongo enamorar á la esposa de Ford. Entreveo disposición de su parte. Discurre, trincha, dirige miradas tentadoras. Puedo interpretar la acción de su estilo familiar, y la más sólida expresión de su conducta, puesta en buen inglés, dice: «Soy de sir Juan Falstaff.»

Pistol.—La ha estudiado bien: la ha traducido bien: de la honestidad al inglés.

Nym.—Hondo me parece el fondeadero. ¿Morderá ahí el ancla?

Falstaff.—Corre la voz de que es ella quien maneja los cordones de la bolsa de su marido. Tiene legiones de ángeles en oro sellado.

Pistol.—Que llaman á otros tantos diablos. «Á ella, muchacho!» es lo que digo yo.

Nym.—El buen humor toma creces: excelente cosa. Poned de buen humor conmigo á esos ángeles.

Falstaff.—Aquí tengo una carta que le he escrito; y he aquí otra para la esposa de Page, que acaba de ponerme ahora mismo los ojos dulces y ha examinado minuciosamente y como persona experta cuanto puede haber en mí. Sus miradas, como rayos de oro, brillaban revisando ya mi pié, ya mi majestuoso talle.

Pistol.—Entonces podéis decir que el sol brillaba sobre el estercolero.

Nym.—Te felicito por esa jovialidad.