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LAS ALEGRES COMADRES

Caius.—Vé, galopín; entrega esta carta á sir Hugh. ¡Voto á sanes! Es un cartel de desafío. Le cortaré el pescuezo en el parque, y enseñaré á este ganapán de cura á entrometerse en lo que no le atañe. Marchaos: no tenéis que hacer aquí. ¡Vive Dios! Que he de cortarlo en dos, y no le dejaré ni manos para tirar una piedra á su perro.

(Sale Simple.)

Aprisa.—El infeliz no habla sino por su amigo.

Caius.—Eso nada importa. ¿No me decís que Ana Page ha de ser mía? Por vida de...! que he de matar á ese intruso clérigo, y ya he encargado al posadero de la Liga que mida nuestras armas. Por mi alma, que he de tener á Ana Page para mí solo!

Aprisa.—Señor, la damisela os ama, y todo irá bien. Debemos dejar hablar á las gentes. ¡Pues no faltaba más!

Caius.—Rugbi, ven conmigo á la corte. Por mi vida, que si no tengo á Ana Page, te planto en la puerta de la calle. Sígueme, Rugbi. (Salen Caius y Rugbi.)

Aprisa.—Lo que tienes es una cabeza de imbécil. No, demasiado bien conozco á Ana Page; ni hay en Windsor quien sepa sus intenciones mejor que yo; ni, gracias á Dios, quien haga más que yo por ella.

Fenton.—(Desde adentro.) Hola! ¿Hay alguien en la casa?

Aprisa.—¿Quién está ahí? Acercaos, os ruego.

(Entra Fenton.)

Fenton.—¿Qué tal, buena mujer? ¿Te sientes bien?

Aprisa.—Lo mejor que su señoría puede desearme.

Fenton.—¿Qué nuevas? ¿Cómo está la bella señorita Ana Page?

Aprisa.—Y por cierto, señor, que es bella y gentil y honrada; y, lo diré de paso, buena amiga vuestra, gracias sean dadas al cielo.

Fenton.—¿Te parece que haré cosa de provecho? ¿No perderé mi tiempo en cortejarla?