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LAS ALEGRES COMADRES

millar de estas cartas con el blanco necesario para llenarlo con nombres diferentes; y estas son de la segunda edición. Sin duda alguna las hará imprimir, pues no le importa lo que ponga en prensa, desde que querría ponernos á nosotras dos. Por lo que á mí respecta, más me gustaría ser un gigante, una mujer Titán y tener sobre mí el monte Pelión. Verdaderamente que antes podría encontrar veinte tortugas lascivas que un hombre casto.

Sra. Ford.—Pues por cierto que son las cartas en todo iguales. La misma escritura, las mismas palabras. ¿Qué ha pensado de nosotras este hombre?

Sra. Page.—No lo sé, en verdad. Tentada estoy casi de armar quimera á mi propia honradez. Seguramente me tendré yo misma en el concepto que tendría de mí quien ignorase completamente lo que soy; pues á menos que haya descubierto él en mí algún lado débil que yo misma no conozco, jamás habría podido tener la audacia de abordarme de semejante modo.

Sra. Ford.—¿Llamáis á esto abordaje? Pues ya lo he de poner yo suspendido sobre cubierta.

Sra. Page.—Yo haré otro tanto. Venguémosnos de él; démosle una cita; aparentemos alentarlo en sus galanteos; y con una demora gradual y suave, llevémosle hasta que empeñe sus caballos al posadero de la Liga.

Sra. Ford.—Mientras no sea empañando el lustre de nuestra honestidad, consiento en cualquiera bellaquería contra él. ¡Oh, si hubiese visto esta carta mi marido! Habría sido un alimento eterno para sus celos!

Sra. Page.—Pues mírale ahí que viene; y mi buen esposo con él. Tan distante está de tener celos, como yo de darle causa para ellos; y esto, me atrevo á decirlo, es una distancia inconmensurable.

Sra. Ford.—De las dos, sois la más feliz.