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DE WINDSOR.

Sra. Page.—Soy con vos. Vendréis á comer, Jorge. Ved quien llega. (Aparte á La señora Ford.) Ella será nuestro mensajero para el caballero bellaco.

(Entra la señora Aprisa.)

Sra. Ford.—Confiad en mí. Yo había pensado en ella, y es muy apta para el caso.

Sra. Page.—¿Venís á ver á mi hija Ana?

Aprisa.—Ciertamente, y os ruego me digáis ¿cómo está la señorita Ana?

Sra. Page.—Venid con nosotras y la veréis. Tenemos que conversar largamente con vos.

(Salen la señora Page, señora Ford y señora Aprisa.)

Page.—¿Qué tal, señor Ford?

Ford.—¿Oísteis lo que me dijo aquel bribón, no es verdad?

Page.—Sí; ¿y oísteis lo que me dijo el otro?

Ford.—¿Creéis que hablan de buena fe?

Page.—El diablo cargue con ellos. ¡Esclavos! No pienso que el caballero propusiera tal cosa; pero estos que le acusan de malas intenciones respecto de nuestras esposas, son una pareja de criados despedidos, que se hacen aún más pícaros ahora que se ven sin servicio.

Ford.—¿Eran sirvientes suyos?

Page.—Sí que lo eran.

Ford.—Pues razón de más para que la cosa me guste menos. ¿Se hospeda en la Liga?

Page.—Allí mismo. Si tal propósito abrigara él acerca de mi esposa, yo se la dejaría accesible sin estorbo alguno; y si consiguiera de ella otra cosa que una buena reprimenda, que me la claven en la frente.

Ford.—Yo no desconfío de mi mujer; pero se me haría pesado dejarlos entregados á sí solos. Puede pecar un hombre por exceso de confianza; y no quisiera yo, por cierto, que me clavaran nada en la frente. No es así como puedo quedar satisfecho.