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DE WINDSOR.

Falstaff.—Pues entonces, buena doncella.

Aprisa.—Y que podría jurarlo, como mi propia madre cuando me dió á luz.

Falstaff.—Lo creo aun sin juramento. ¿Qué se ofrece conmigo?

Aprisa.—¿Me permitirá su señoría hablarle una palabra ó dos?

Falstaff.—Dos mil, honrada mujer, y te concedo audiencia.

Aprisa.—Señor, hay una señora Ford—os ruego que vengáis un poquito más cerca.—Yo resido en casa del Dr. Caius.

Falstaff.—Bueno. Adelante. Decíais que la señora Ford.....

Aprisa.—Mucha verdad dice vuestra señoría. Os suplico que os acerquéis un poquito más.

Falstaff.—Te aseguro que nadie nos escucha. Esas gentes son de mi servicio: de mi servicio.

Aprisa.—¿En verdad? Dios los bendiga y los haga buenos servidores suyos.

Falstaff.—Bien; pero ¿qué, á propósito de la señora Ford?

Aprisa.—Por mi vida, señor, que es una criatura inmejorable, un alma de Dios! ¡Ay señor! ¡Ay señor! Y qué travieso es vuestra señoría! En fin, que el cielo nos perdone, á vos y á todos nosotros!

Falstaff.—La señora Ford..... Vamos al caso. La señora Ford.....

Aprisa.—Pues allá va todo el asunto en dos palabras. Le habéis trastornado la cabeza de una manera asombrosa! No podría haberlo conseguido el mejor de cuantos galanes luce la corte cuando viene á Windsor. Y os aseguro que han venido caballeros y lores, uno tras otro, en sus carruajes. Os lo aseguro, coche tras coche, carta tras carta, presente tras presente, y todo tan lleno de olor de algalia y tan envuelto en oro