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LAS ALEGRES COMADRES

Criado.—Á donde la lavandera, por cierto.

Sra. Ford.—Pues está bien! ¿Qué tenéis que hacer con que lleven eso acá ó allá? Sería mejor que os encargaseis del lavado y de apuntar la ropa.

Ford.—¿Apuntar, eh? Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar! Punta! Punta! Punta! Sí; punta, punta, os lo garantizo. Y de la estación, como se verá luégo. (Salen los criados con la canasta.) Señores; he tenido anoche un sueño y os le he de contar. He aquí mis llaves; aquí, aquí las tenéis. Subid á mis habitaciones, buscad, registrad, descubrid. Os aseguro que atraparemos el zorro. Dejadme primero que obstruya esta salida. Ahora, principiad la caza.

Page.—Buen señor Ford, tranquilizaos. Vos mismo os hacéis grave injusticia.

Ford.—¿De veras? Adelante, caballeros, que vais á tener diversión. Seguidme, señores.

(Sale.)

Evans.—Fantasías de celoso.

Caius.—Por vida de...! que no es así la moda en Francia. Nadie tiene celos en Francia.

Page.—No. Seguidle, señores, y ved el resultado de su investigación.

(Salen Evans, Page y Caius.)

Sra. Page.—¿No hay en esto un doble mérito?

Sra. Ford.—No sé qué me deleita más; si ver que mi marido se engaña, ó ver la burla hecha á sir Juan.

Sra. Page.—¡Qué bien atrapado debió verse cuando vuestro esposo preguntó lo que iba en el canasto!

Sra. Ford.—Temblando estoy de que necesite un baño para lavarse: de manera que echarlo al agua, será hacerle un beneficio.

Sra. Page.—Que el diablo cargue con ese bribón sin vergüenza! De buena gana vería yo en igual trance á todos los de su jaez!

Sra. Ford.—Me parece que mi marido tenía una sospecha particular de que Falstaff estaba aquí; por-