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JULIO CÉSAR

aquellos miserables que inspiran dudas á los hombres; pero no manchéis la clara virtud de nuestra empresa, ni la inquebrantable altivez de nuestros ánimos, con el pensamiento de que ó nuestra causa ó su ejecución necesitaban ser juradas; siendo así que cada gota de la sangre que cada romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de bastardía si él quebrantara la más mínima parte de promesa alguna que hubiese hecho.

Casio.—¿Pero qué hacer respecto de Cicerón? ¿Le sondearemos? Pienso que estará resueltamente con nosotros.

Casca.—No lo dejemos fuera.

Cinna.—No: de ningún modo.

Metelio.—¡Oh! Tengámosle; porque sus cabellos canos nos harán adquirir buena opinión, y conseguirán que se levanten voces para encomiar nuestros hechos. Se dirá que nuestras manos han sido dirigidas por sus sentencias, y lejos de aparecer en lo menor nuestra juventud y fogosidad, desaparecerán por completo en su gravedad.

Bruto.—¡Oh! No mencionéis su nombre; pero no rompamos con él. Jamás seguirá cosa alguna principiada por otros.

Casio.—Entonces, dejadle fuera.

Casca.—En verdad no es hombre á propósito.

Decio.—¿No habrá de tocarse á hombre alguno, excepto César?

Casio.—Bien pensado, Decio. No juzgo oportuno que Marco Antonio, tan amado por César, le sobreviva. En él hallaríamos un astuto contendiente; y bien sabéis que si perfeccionase sus recursos, serían suficientes para fastidiarnos á todos. Pues para evitar esto, que César y Antonio caigan juntos.

Bruto.—Parecería demasiado sangriento nuestro plan, caro Casio, al cortar la cabeza y mutilar además los miembros. Sería algo como la ira en la muerte y la