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LAS ALEGRES COMADRES

pobre palomita! Así está furiosa contra sus criados porque equivocaron su dirección.

Falstaff.—Así como me equivoqué yo fundando esperanzas sobre la promesa de una mujer atolondrada.

Aprisa.—Pues si viérais cómo se lamenta de aquello, se os partiría el corazón. Su marido sale á cazar pájaros esta mañana, y ella os ruega una vez más que vayáis á verla entre las ocho y las nueve. Me ha exigido que le responda al instante. Ella os dará satisfacciones, os lo garantizo.

Falstaff.—Bien. Iré á visitarla. Dile así, y que considere lo que es un hombre, y su fragilidad, y juzgue por ello de mi merecimiento.

Aprisa.—Así se lo diré.

Falstaff.—Enbuenhora. ¿Decís que entre nueve y diez?

Aprisa.—Entre ocho y nueve, señor.

Falstaff.—Está bien: id. No dejaré de verla.

Aprisa.—Quedad con Dios.

(Sale.)

Falstaff.—Es extraño que no tenga noticia del señor Brook. Me envió á decir que le aguardara. Me agrada bastante su dinero. ¡Oh! Hele aquí que llega.

(Entra Ford.)

Ford.—Dios os bendiga, señor.

Falstaff.—Y bien, señor Brook: ¿habéis venido á saber lo que ha pasado entre la señora Ford y yo?

Ford.—Efectivamente, sir Juan; es el objeto de mi visita.

Falstaff.—Señor Brook, no os diré una mentira: estuve en su casa á la hora convenida.

Ford.—¿Y qué tal os fué por allí?

Falstaff.—Muy desgraciadamente, señor Brook.

Ford.—¿Cómo así? ¿Acaso mudó de parecer?

Falstaff.—No, señor Brook; pero aquel descomunal cornudo de su marido, que vive en la eterna alarma