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DE WINDSOR.

Sra. Ford.—¿Quién podría haber? Nadie sino las gentes de mi servicio.

Sra. Page.—¿De veras?

Sra. Ford.—Nadie, por cierto. (Aparte.) Hablad más alto.

Sra. Page.—No sabéis cuánto me alegro de que estéis sola.

Sra. Ford.—¿Por qué?

Sra. Page.—¡Ay, mujer! Vuestro marido vuelve á su vieja manía. ¡Si oyérais lo que dice allá abajo á mi esposo! ¡Y cómo reniega de cuantos matrimonios hay en el mundo! Maldice á todas las hijas de Eva, de cualquiera condición y carácter que sean; y se golpea la frente gritando: «¡Salid de una vez, salid de una vez!» de modo que cualquiera locura furiosa que haya visto en mi vida, no es más que mansedumbre, paciencia y cortesía, comparada con la furia en que él está. ¡Gracias á Dios que el caballero gordo no está aquí!

Sra. Ford.—¡Pues qué! ¿Habla de él?

Sra. Page.—Nada más que de él; y jura que la última vez que lo buscó lo hicieron salir dentro de un canasto; asegura á mi esposo que él está ahora en este lugar; y ha hecho que todos los que le acompañaban en la caza abandonen su recreo para venir á darles una nueva prueba de sus sospechas. Me alegro en el alma de que el caballero no se encuentre aquí; pues así verá vuestro esposo su propio desatino.

Sra. Ford.—¿Y está cerca de la casa?

Sra. Page.—Al fin de esta calle; de manera que no tardará en llegar.

Sra. Ford.—¡Estoy perdida!—¡El caballero está ahí dentro!

Sra. Page.—¡Ay, Dios mío! ¡Pues entonces estáis arruinada sin remedio, y él ya se puede dar por hombre muerto! Pero ¿qué mujer sois? ¡Que salga al