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LAS ALEGRES COMADRES

pasamos todas de las palabras bulliciosas á las obras calladas. Es refrán antiguo, pero muy verdadero que, «del agua mansa nos libre Dios.» (Sale.)—(Vuelve á entrar la Sra. Ford con dos criados.)

Sra. Ford.—¡Ea! Tomad otra vez en hombros el canasto. Vuestro amo está cerca de la puerta. Si os pide poner en tierra vuestra carga, hacedlo. Pronto, daos prisa. (Sale.)

Criado 1.º—Vamos, vamos, levanta.

Criado 2.º—Dios quiera que no esté lleno con el caballero otra vez.

Criado 1.º—Espero en Dios que no. Tanto me gustaría que estuviese lleno de plomo. (Entran Ford, Page, Pocofondo, Caius, y sir Hugh Evans.)

Ford.—Bueno. Pero si resulta ser verdad: ¿tendréis algún modo de quitarme mi locura? ¡Abajo ese canasto, canalla! Que llamen á mi mujer. ¡Oh vosotros, bellacos, alcahuetes! ¡Aquí hay una pandilla, una conspiración contra mí! Pero toda esta infamia saldrá ahora á luz. ¡Mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí á ver qué ropas tan inocentes enviáis al lavadero!

Page.—Esto es insufrible. Señor Ford, no debéis ya andar suelto. Será menester poneros una camisola de fuerza.

Evans.—Está lunático, loco furioso, tan furioso como un perro con la rabia.

Pocofondo.—Verdaderamente, señor Ford, esto no está bien. En verdad que no. (Entra la señora Ford.)

Ford.—Lo mismo digo yo, señor. Venid aquí, señora Ford; la señora Ford, la mujer honrada, la esposa modesta, la virtuosa criatura que tiene por marido un loco celoso! ¿Sospecho sin motivo, señora mía, no es así?

Sra. Ford.—Si sospecháis de mi honra, pongo al cielo por testigo de que no tenéis razón.

Ford.—Muy bien dicho, sin vergüenza; insiste