Lucio.—Para saber qué me encargais, señora.
Porcia.—Querría que pudieses ir y volver, aun antes de decirte lo que has de hacer allí. ¡Oh constancia! ¡Dame toda tu fuerza! Pon una montaña entera entre mi corazón y mi boca. Tengo la mente del hombre, pero la debilidad de la mujer. ¡Qué duro es para nosotras guardar secretos! ¿Todavía estás aquí?...
Lucio.—Pero ¿qué haré, señora? ¿Nada más que correr al Capitolio? ¿Y regresar lo mismo que he ido, y nada más?
Porcia.—Sí, y avísame si tu amo parece bien, porque se fué un poco enfermo; y observa bien lo que hace César, y qué séquito le rodea.—¡Escucha! ¿Qué ruido es ese?
Lucio.—No alcanzo a oir nada, señora.
Porcia.—Acércate, mozo. ¿Por dónde has andado?
Adivino.—En mi propia casa, señora.
Porcia.—¿Qué hora es?
Adivino.—Cerca de las nueve, señora.
Porcia.—¿Ha ido ya César al Capitolio?
Adivino.—Todavía no, señora. Voy á tomar un sitio para verle pasar al Capitolio.
Porcia.—¿Tienes algún lugar en el séquito de César? ¿No es así?
Adivino.—Le tengo, señora; y si César quiere ser tan bueno para César, que me preste oído, le suplicaré que vele por sí propio.
Porcia.—¡Qué! ¿Sabes acaso que se intente hacerle algún mal?
Adivino.—Ninguno, que yo sepa; pero alguno muy grande que temo podría acontecerle. Aquí la calle es angosta y la muchedumbre de senadores, pretores y secuaces comunes que se agrupan tras de los pasos de César, oprimirán á un hombre débil, quizás hasta