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JULIO CÉSAR

Decio.—Y Casio también.

Bruto.—¿Dónde está Publio?

Cinna.—Aquí, enteramente azorado con este tumulto.

Metelio.—Permaneced bien juntos, no sea que algún amigo de César pudiera.....

Bruto.—¡No habléis de permanecer así!—Buen ánimo, Publio. Ningún mal se intenta á vuestra persona, ni á la de ningún otro romano.—Decidlo así á todos.

Casio.—Y dejaduos, Publio; pues si el pueblo se precipitara hacia nosotros, podría ocasionar algún daño á vuestra avanzada edad.

Bruto.—Hacedlo así, y que ningún hombre responda de lo acontecido, sino nosotros que lo hemos hecho.

(Vuelve á entrar Trebonio.)

Casio.—¿Dónde está Antonio?

Trebonio.—Huyó azorado á su casa. Hombres, esposas y niños miran asombrados, vociferan y corren como si fuera el día final.

Bruto.—¡Hados! conocemos vuestra voluntad. Que tenemos de morir, lo sabemos. Sólo ignoramos el tiempo y cuáles días de los que los hombres cuentan como suyos, han de ser sorteados.

Casio.—¡Bah! El que suprime veinte años de vida, suprime veinte años de estar temiendo la muerte.

Bruto.—Reconoce eso, y entonces la muerte es ya un beneficio. Así somos amigos de César, habiendo abreviado el tiempo en que había de temer la muerte. Inclinaos, romanos, inclinaos, y bañemos nuestras manos y nuestros brazos en la sangre de César, y empapemos en ella nuestras espadas; y salgamos hasta la misma plaza del mercado, y agitando nuestras armas enrojecidas por encima de nuestras cabezas, gritemos: «Paz, independencia y libertad.»

Casio.—Inclinaos, pues, y lavaos con su sangre.