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JULIO CÉSAR

Messala.—Sí. Cicerón ha muerto por esa orden de proscripción. ¿Son de vuestra esposa esas cartas, mi señor?

Bruto.—No, Messala.

Messala.—¿Ni cosa alguna escrita en esas cartas acerca de ella?

Bruto.—Nada, Messala.

Messala.—Paréceme extraña cosa.

Bruto.—¿Por qué lo preguntáis? ¿Habéis sabido algo de ella en vuestras cartas?

Messala.—No, mi señor.

Bruto.—Pues sois romano, decid la verdad.

Messala.—Pues bien: sobrellevad como romano la verdad que digo. Muerta es en verdad y de extraña manera.

Bruto.—Adios, pues, Porcia. Tenemos que morir, Messala; y reflexionando en que ella había de morir un día, encuentro paciencia para sufrir esto ahora.

Messala.—Así es como los grandes hombres deben sobrellevar las grandes pérdidas.

Casio.—Tengo tanto de ello en teoría como vos; pero mi naturaleza no podría sufrirlo así.

Bruto.—Bien. Á nuestra obra viva. ¿Qué pensáis de marchar inmediatamente á Filipi?

Casio.—No me parece bien.

Bruto.—¿Qué razón tenéis?

Casio.—Esta. Es mejor que el enemigo nos busque. Así gastará sus recursos y cansará á sus soldados, dañándose á sí propio; mientras que nosotros permaneciendo inmóviles estamos descansados, fuertes para la defensa y activos.

Bruto.—Las buenas razones han de ceder, es claro, ante las mejores. El pueblo entre Filipi y este campo permanece en una adhesión forzada, pues nos ha dado de mala gana la contribución. El enemigo, marchando entre ellos, llenará con ellos sus filas y vendrá refres-