SIBLLA se hablaba cualquiera cosu al azar, para alar- gar ese momento.
Alex, recordando la despedida del alfalfar, estrechó su mano y le dijo firme:
—Ahora, sí, Máximo: amigos y amigos de corazón.
Stella estiraba su cuello para oir mejor.
«Vamos», dijo Alex. Máximo saltó al suelo, cerró la portezuela, Tomás tocó los caballos, y el carruaje lleno de niños silenciosos y dor- midos, arrancó.
Él quedóse plantado, solo, en medio de su parque, mirándolos alejarse en un desvaneci miento de cuento de hadas, y desaparecer des- pués en una hifurcación del camino, justa- mente en el sitio en que los ojos de Alex dejaron de percibir el lago, en cuyas aguas fotaban las ninfeas y se reflejabala luna.
Pásose á fumar, caminando, y llegó hasta los fogones, en los que reinaba una gran ani- mación, Los gauchos tomaban su mate, be- bían, jugaban y cantaban.
Cuando se retiraba aleanzó á oir el final de una «décima».
Advertidla que mo exoo: Que viviré de dolor. Ya subía la escalera que conducía al piso alto y se bajó, porque hirió su vista un cuadro que se había inclinado hacia la izquierda, Lo enderezó y lo miró un instante. Representaba una terraza veneciana en la