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a STELLA

Máximo Quiroz llegó á ser en dos años el jefe y el guía de la numerosa y selecta agru- pación que ayudaba con desinterés y patrio- tismo á su país, en la evolución que él muchos años antes proletizara. Había evtrado á la lucha con todo el ardor de su temperamento, poniendo al servicio de sus ideas «todo lo que era y todo lo que poseía», como había dicho Montero en aquel almuerzo del Gran Hotel. La mejor prédica es el ejemplo: los otros lo imitaron. Su talento, su voluntad, unidos á muchas otras voluntades, lo colocaron fácil- mente en alto.

Volvió 4 ser el hombre de la palabra; el orador que con una frase arrastra á una mul- titud. Era la fuerza en que el gobierno fatal- mente tenía que apoyarse. Como Federico Livanofí en el Impexio, Máximo en la Repú- blica era fuerza impulsora y fuerza modera- dora

Se le quería y se le temía; era esta la prue- ba más evidente de que había llegado ya 4 la cima.

Si en Buenos Aires era popular lo era más en el partido de campo á que pertenecía la Atalaya. Sabía ahora el anciano cura que no era ya el potentado cuya existencia se pa- saba lejos, indiferente y extraña.

Como el sembrador que espera seguro su cosecha, esperaba él que Alejandra viniera 4 buscar á su hermana.