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muy fuerte, siempre acusaban el querer un poco más. Quizás, después de comer junto a Trementino Marabunta, ese único plato caliente, creado con tanta pasión, más de alguno concluiría que un único plato de comida puede equivaler a todos los platos de comida caliente que se han servido desde el inicio de los tiempos. Sin duda, Trementino Marabunta amaba cocinar.


¿Qué cocinaba? se preguntarán con todo derecho. La respuesta en sí es compleja. La gente más superficial, más adulta, más cómoda en dicho rol, tal vez dirá, con soberbia seguridad, que el único plato de Marabunta era una simpleza: arroz con carne molida. Incluso, es posible, como vi ocurrir en más de una ocasión, esa gente despreciará lo gentilmente servido advirtiendo que cualquier persona, en esta y en cualquier realidad, sería capaz de cocinar algo tan insignificante. No obstante, también existen aquellos con más corazón, más ajenos a la obtusa rutina, esos que se parecen a los niños a los que él siempre les servía con tanto cariño. Ellos, y solo ellos, siempre lograban notar que cada plato caliente, de quien fuera nuestro querido chef, tenía un sabor diferente.


Sin duda, para la mayoría de nosotros resultaba mágico que su arroz recordara tan explícitamente los dulces que, hace algunos días, habíamos robado, con evidente talento, de algún pequeño supermercado del barrio. Otros se imaginaban que así debía ser el sabor de un filete miñón, de ésos que se ven en las películas, pero que, difícilmente, se pueden conocer en el mundo real. Los más osados se aventuraban a hablar del maná, a propósito de la historia bíblica, que alguna mañana de escuela dominical una señora de olores antiguos nos había contado. En esta, Dios había