proveído a su pueblo elegido de este manjar cuando pasaban hambre en el desierto; el hambre, algo tan reconocible entre nosotros, los privilegiados comensales de Marabunta. Creo que, en parte, lo veíamos como ese dios proveedor o, al menos, sus ojos nos lo hicieron pensar en más de una ocasión. Dios era bueno.
A diferencia de los niños a los que atendía, Trementino vivió con su padre y su madre durante toda su infancia: él, un serio profesor de Matemática; ella, una inteligente dueña de casa. Sin duda, quien lo conoció en esa época podrá afirmar que fue un niño a quien le gustaba jugar en la calle, correr y correr como esos locos que faltan en la adultez, lleno de alegría y sin absurdas preocupaciones y que, por supuesto, gozaba con pequeñeces que, en ese entonces, le resultaban enormemente maravillosas. Tal vez, sea correcto decir que todavía lo eran.
Don Trementino Marabunta no perdía oportunidad de contarnos muchos cuentos sobre la vida esperando que nosotros creyéramos que eran absoluta verdad. Recuerdo que, en una ocasión, me narró acerca de un hombre que entró a un café y que convirtió un terrón de azúcar en un pez: yo no le creí, pues ya no era tan pequeño para creer en esas cosas; no obstante, él parecía creerlo. Incluso me hubiera atrevido a decir que él era el hombre del terrón de azúcar. Como sea, sí puedo concluir que Trementino Marabunta recordaba y revivía con amor lo hermosa que había sido su infancia. Si le preguntan a quienes fueron sus más cercanos o a sus familiares, estarán de acuerdo conmigo.
El Sr. Trementino sabía cocinar infinitos platos de comida caliente, al menos —y es lo importante—, eso afirmaban los niños con los que compartía, voluntaria y