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madre preparaba sonriente y que él esperaba encontrar cada vez que regresaba del colegio.


Ya adulto, sin embargo, le habría de llamar la atención que durante prácticamente dos meses, cuando solo tenía diez años, fue el único plato que comió. Recuerda, con amor, la imagen de su madre calentando el agua en esa antigua tetera milenaria que antes fuera de su abuela. Por eso, Trementino, mientras cocinaba, hacía memoria e imitaba el cómo su mamita picaba el ajo, echaba el arroz en una taza bien bonita para luego arrojarlo en una olla donde el aceite se hacía escuchar. En especial le gustaba repetir la parte en que, tras revolverlo, vertía dos tazas de agua caliente dentro de la olla provocando un explosivo sonido que anunciaba con cierto ímpetu el inicio de la espera: veinticinco mágicos minutos.


Siempre le había parecido bello ver cómo esa carne tan fea y barata se convertía en algo tan bonito y delicioso al mezclarse con el arroz. Ése era su recuerdo: simple y hermoso. Luego se enteraría de que, durante esos dos extraños meses, su padre padeció lo que muchas familias en Chile: tenía una deuda tan grande que le obligó a vender pertenencias, a comprometerse a pagos, a llorar incluso. Ambos ya eran su admiración entonces, pero en el momento en que supo esto, su madre y su padre le parecieron gigantes, pues frente a ellos, a él y sus dos hermanos, jamás, jamás se quejaron. En cambio, siempre hubo un maravilloso plato de comida caliente al almuerzo. Por lo anterior, no es extraño que don Trementino Marabunta aprendiera a cocinar infinitos platos, aunque todos se parecieran y se llamaran igual. Los niños del hogar siempre fueron los mejores críticos gastronómicos para juzgar su arte, pues