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acercándose al barandado de la tribuna—. ¿Es que alguno ha perdido la herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno que rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben ser mortales de necesidad.

Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase retirándose, haciendo un saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar.

Salió Andrés Hurtado con Aracil, y los dos, en compañía del joven de la barba rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad Central, en donde daban la clase de Zoología y la de Botánica. En esta última los estudiantes intentaron repetir el escándalo de la clase de Química; pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado, les salió al encuentro, y les dijo que de él no se reía nadie, ni nadie le aplaudía como si fuera un histrión.

De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro.

Andrés experimentaba por Julio Aracil bastante antipatía, aunque en algunas cosas le reconocía cierta superioridad; pero sintió aún mayor aversión por Montaner.

Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables. Montaner hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se creía, sin duda, un hombre de mundo. Hurtado le replicó varias veces bruscamente.

Los dos condiscípulos se encontraron en esta primera conversación completamente en desacuerdo. Hurtado era republicano, Montaner defensor de la familia real; Hurtado era enemigo de la burguesía, Montaner partidario de la clase rica y de la aristocracia.

—Dejad esas cosas —dijo varias veces Julio Aracil—; tan estúpido es ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése —y señalaba uno— y una mujer como aquélla.

La hostilidad entre Hurtado y Montaner todavía se manifestó delante del escaparate de una librería. Hurtado, era partidario de los escritores naturalistas, que a Montaner no le gustaban; Hurtado, era entusiasta de Espronceda; Montaner, de Zorrilla; no se entendían en nada.

Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jerónimo.

—Bueno, y o me voy a casa —dijo Hurtado. —¿Dónde vives? —le preguntó Aracil. —En la calle de Atocha. —Pues los tres vivimos cerca.

Fueron juntos a la plaza de Antón Martín y allí se separaron con muy poca afabilidad.