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CAPÍTULO XXVIII.


La piragua.—Mejoras en la cueva.


Decididos á no ir directamente á Falkenhorst, tomámos otro camino que nos condujo á un bosque parecido á los de Suiza. Apénas penetrámos en él, multitud de monos encaramados en las ramas empezaron á arrojarnos piñas; pero un par de disparos con perdigones les hicieron huir, quedando dueños del campo. Franz cogió una, y examinándola ví que pertenecia á una especie de pino, cuyo piñon, á más de su buen sabor, produce exquisito aceite. Recogimos algunas y seguímos adelante.

Próximos al promontorio hicímos alto, indecisos sobre si salvaríamos ó no la colina que se elevaba á la derecha del cabo. Al fin nos decidímos por la afirmativa, y llegados á la cumbre dimos por bien empleada la fatiga que nos costó la subida. Descubríase un paisaje encantador. Abarcaba la vista una dilatada campiña fértil y risueña; todo eran prados de espesa y florida yerba, grupos de árboles en flor, arroyuelos que serpenteaban entre el césped, y aves que encantaban con sus armoniosos trinos. Plantámos tienda, y comenzámos como de costumbre por hacer lumbre, en la cual se echaron las piñas para que se abrieran á fin de desgranar los piñones. Mi esposa sólo los apreció por el aceite que esperaba sacar de ellos.

Terminado el desayuno, y convencido de lo adecuado del sitio para establecer otra granja, nos ocupámos en seguida en la construccion de la casa, que se dispuso como la de Waldek, pero mejor y en ménos tiempo que aquella, porque la práctica nos habia convertido de aprendices en consumados maestros. Salió tan bien la obra, que tenia la apariencia de un cortijo de Europa. Seis dias se invirtieron en ella, resultando un albergue bien ordenado tanto para personas como para animales. Así íbamos dejando por do quiera huellas de nuestra permanencia en la isla, que eran otras tantas conquistas del hombre sobre la naturaleza, y muestras de civilizacion en el desierto.