Página:El Robinson suizo (1864).pdf/23

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
18
EL ROBINSON SUIZO.

ra la comida, pues en nuestra situacion nada debemos despreciar. Cuanto á lo de mojarte, continué con más suavidad, no se pescan truchas á bragas enjutas, hijo mio. Por lo demás, ¿no ves como el sol nos ha enjugado en un santiamen la ropa á mí y tu hermano?

—Tambien traeré sal, añadió Ernesto levantándose, pues hela encontrado en las grietas de las rocas, donde la habrá depositado el agua del mar, ¿verdad que sí, papá?

—Más valiera, pregunton sempiterno, que en vez de disertar sobre su orígen nos hubieras traido ya un saco. Vé en seguida por ella si no quieres que comamos la sopa desabrida.

Volvió Ernesto al instante, pero la sla que nos presentó era tan terrosa, queya la íbamos á tirar, cuando á mi esposa se le ocurrió disolverla en agua y filtrarla para el puchero.

Miéntras explicaba al atolondrado Santiago por qué no aprovechábamos el agua del mar para el susodicho objeto, la cual no podíamos emplear por contener sustancias repugnantes al paladar, mi esposa nos anunció que la sopa estaba en su punto.

—Alto, la dije; aguardemos á Federico; pero ¡calle! y ¿con qué la tomamos, como no sea sorbiendo y quemándonos los labios?

—Si tuviéramos cocos, observó Ernesto, los partiríamos por la mitad y nos servirian de cucharas.

—Más cómodos serian nuestros cubiertos de plata, si los tuviéramos.

—¿Por qué no echamos mano de las conchas?

—¡Excelente idea! exclamé; pero ¿qué adelantarémos si carecen de mango? Con todo, anda á buscarlas.

Levantóse Santiago al mismo tiempo, y tan diligente anduvo que ya estaba en el agua cuando su hermano llegó á la orilla. Cogió gran cantidad de ostras que fue entregando á Ernesto, quien las metió en su pañuelo, guardándose de paso una gran concha en el bolsillo. En tanto que volvian, sonó á lo léjos la voz de Federico, respondímosle de recio para que nos oyese, y sentíme aliviado de un grave peso, pues ya me inspiraba seria inquietud su larga ausencia.

Acercósenos con una mando á la espalda, diciéndonos con fingida tristeza:

—¡Nada!

—¡Qué! ¿Nada? exclamé.

—¡Cómo ha de ser! ¡Nada!

Empero sus hermanos que le miraban detrás clamaron:

—¡Un lechoncillo, papá, un lechoncillo!

—¿Dónde lo has encontrado? A ver.

Entónces con aire triunfal mostró su caza; reprendíle por haber mentido, y mandándole que nos refiriese circunstanciadamente cuanto habia observado en su excursion, algo repuesto del cansancio comenzó una pintoresca descripcion