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EL ROBINSON SUIZO.

instrucciones, nos abrazámos y partí con Federico. Mi esposa y mis hijos rompieron á llorar amargamente; mas los silbidos del viento y el murmurar del arroyo que á nuestros piés corria, en breve ahogaron sus sollozos y voces de despedida.

Era tan escobrosa la márgen del arroyo y tan próximas al agua estaban las breñas, que á veces apénas habia sitio donde poner los piés; fuímos siguiéndola como mejor pudimos hasta que un peñon nos cerró el paso. Por dicha el arroyo estaba en aquel punto sembrado de rocas, y saltando de una en otra llegámos al opuesto lado. En adelante el camino, hasta entónces fácil, hízose por momentos más trabajoso, encontrándonos entre matorrales y yerbas agostadas por el ardor del sol, que al parecer se extendian hasta el mar.

No habíamos bien andado cien pasos, cuando oímos ruido á las espaldas y como que se agitaban las ramas; noté entónces con satisfaccion que Federico sin asustarse preparó la escopeta con la mayor entereza, dispuesto á recibir al enemigo, quien quiera que fuese. Afortunadamente era el caso que Turco, del cual ya no nos acordábamos, corria á juntarse con nosotros; acogímosle con caricias, y de paso felicité á Federico por su valor y presencia de ánimo, diciendo:

—Ya lo ves, hijo mio; si en vez de esperar con prudencia, como has hecho, te hubieses precipitado disparando al acaso, tal vez no arañaras siquiera alguna alimaña, á serlo este animal, y en cambio pudieras matar al pobre perro, de cuyo auxilio quizá necesitemos.

Avanzando siempre, observámos que á la izquierda y á corto trecho se extendia el mar; á la derecha y á media legua de distancia, la cordillera que terminaba en donde acampábamos corria casi paralelamente con el arroyo, ostentando su verde cumbre poblada de frondosos árboles. Como todavía fuésemos más léjos, preguntóme Federico por qué adelantábamos tanto con riesgo de la vida en busca de quienes tan villanamente nos abandonaron. Recordéle el precepto del Señor, que sobre prohibirnos volver mal por mal, nos manda por el contrario corresponder al mal con el bien; añadiendo además que al obrar de tal modo los compañeros de viaje, quizá más que á mala intencion cedieron á la fuerza de la necesidad y á las circunstancias. Calló el muchacho á esas razones, y ambos silenciosos y discursivos continuámos el camino.

A las dos horas de marcha llegámos á un ameno bosquecillo algo distante del mar, en el cual nos detuvímos un rato para gozar su fresca sombra á la orilla de un arroyuelo. Mansa corria el agua en la umbría espesura, revolando en torno infinitos pajarillos de bellísimos colores. Al penetrar Federico en el bosque se imaginó divisar monos encaramados en los árboles, en cuya idea nos confirmaron la inquietud de Turco y sus frecuentes ladridos; y levantándose para ver si los hallaba, tropezó en un cuerpo extraño, redondo, que por poco le hace caer. Lo coge y me lo presenta, dudando de si es ó no un nido de pájaro.