Página:El Robinson suizo (1864).pdf/32

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
25
CAPÍTULO III.

Tuve que irle á la mano para que no se lastimara, y á pesar de aconsejarle que no cogiese tantas, pues pesarian demasiado, cortó una docena, atólas con hojas formando haz, y se las puso debajo del brazo con grandes muestras de alegría.

En breve arribámos al bosque de cocoteros, y apénas nos sentámos para terminar la comida cuando vímos una legion de monos que amedrentados por los ladridos de Turco trepaban á los árboles, desde los cuales nos observaban haciendo gestos. Reparando que la mayoría de las ramas estaban cargadas de cocos, antojóseme obligar á los monos á que ellos nos los cogieran, para cuyo efecto me levanté á tiempo de impedir que mi hijo les disparase la escopeta.

—¿A qué viene eso? le dije; mira lo que yo hago, imítame, y verás cómo llueven cocos.

Cogí una piedra, arrojéla á los monos, y aunque á ninguno dió, encolerizáronse de tal modo, que sedientos de venganza nos tiraron gran cantidad de cocos, tantos que cubrian el suelo, sin saber nosotros adónde acogernos para que no nos lastimasen. Apretábase Federico los ijares de risa á mi astucia, y cuando aflojó la lluvia, comenzó á recogerlos. Buscámos luego un lugar umbrío, donde nos sentámos á saborear sosegadamente la carne de coco azucarada con zumo de caña, con lo cual tuvímos un manjar exquisito. Turco se comió las sobras de la langosta, pepitas de coco y pedazos de caña, los cuales machacaba á mandíbulas batientes. En seguida, Federico con el haz de cañas y yo con algunos cocos tomámos la vuelta de la tienda.