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CAPÍTULO VI.


Transporte de las bestias.—El tiburon.—Segundo desembarque.


Apénas alboreaba cuando sin poder contener mi impaciencia subí al alcázar del buque, y desde allí con un buen telescopio dirigí la vista hácia la tienda por si descubria á mi familia, ó de cualquier modo adivinaba lo que pudiera haberla acontecido desde la víspera. Federico me trajo un ligero desayuno, reducido á un poco de galleta, víno y jamon, y miéntras le tomábamos, volvia de vez en cuando los ojos hácia la playa. Al fin ví con placer que la tienda se entreabria, saliendo de ella mi esposa, la cual arrimada á su umbral contemplaba tambien el mar. En seguida izámos un pañuelo blanco y se calmó mi desasosiego al ver que me correspondia con la misma señal.

Tranquilo por ese lado ya no me urgia tanto la vuelta, y pensé en los pobres animales que quedaban abandonados en la nave y que perecerian infaliblemente si no me resolvia á sacarlos.

—Federico, dije á mi hijo, como no tenemos prisa, he resuelto salvar el ganado, ó al ménos todo el que se pueda.

—Si pudiéramos arreglar una balsa, sobre ella podrian pasar atándolo...

—Sería muy dificultoso, y ofrece además no pocos inconvenientes; hay que arbitrar otro recurso.

—Pues bien, por de pronto, el cerdo se puede arrojar al mar, el agua le sostendrá, y con una cuerda lo remolcarémos.

—El cerdo, pase; pero el resto del ganado, y sobretodo el asno y la vaca no pueden pasar así.

—¿Pues por qué no disponemos para cada animal un salvavidas á imitacin de los nuestros, y así nos seguirán á nado sin el menor peligro?

—Buen pensamiento, exclamé; manos á la obra.

Por via de ensayo dejámos caer al agua una oveja con dos trozos de corcho bien sujetos á ambos lados, observando ansiosos el resultado de la prueba. Por