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Edmundo Montagne

la alcoba y dice en su media lengua y no sin zozobra que la niña Carmen fué al tambo.

Y la vieja criada, cuando se vuelve, no lava ya a compás. Presiente que doña Rita ha dejado la casa, movida por alguna de sus peregrinas ocurrencias.

En efecto: al rato ve que la señora, alejada entre los duraznillos y laureles que dan sombra al patio, va, como juntando ramas caídas, hacia la tranquera cerrada entre dos sauces.

Si estuviera convencida Casimira de que por sólo las leñas se ha levantado su ama, ya se apresuraría a ofrecerse para reemplazarla. Pero bien sabe la criada vieja lo zorra que es doña Rita.

Esta ha llegado ya a treinta pasos de la tranquera, y se ha detenido. Ha visto, junto a uno de los sauces, a un mozo de chambergo echado atrás. El hombre, cuyo rostro se anima al hablar, se inclina sobre la cabeza abandonada de Carmen. Apenas logra ver esto cuando el Sultán, que a los pies de los enamorados reposaba, viene hacia doña Rita, salta y ladra en redor de ella, y destruye con su alegría un idilio confiado y un atisbo perspicaz.

Jarro en mano, ruborosa la cara morena, gachos y mirando de soslayo los grandes ojos negros, pasa Carmen junto a doña Rita, y, animándose, da los buenos días.

La tía, como si no hubiese oído, dirígese al Sultán que le roza la mano apartadora con las largas lanas crespas.