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de cabellos de oro, rizos sedosos en la anjelical cabecita cuyo contorno no podía distinguir...

Todo era tétrico alrededor del bravo soldado de los Andes, del valeroso luchador en Cucha-Cucha, Membrillar, Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú: todo era tétrico como que llenaba su alma la sombría fatalidad de la desgracia irreparable y cubría sus ojos el velo de la ceguera sin remédio.

Así fué de eterna aquella noche de su vida, vida sin luz, sin sol, sin esperanzas, que si algo endulzaba era el recuerdo de un pasado glorioso, la satisfacción de haber cumplido el deber del civismo, y la ternura anjelical de los vástagos que le rodeaban con su amor y le alentaban con sus caricias infantiles.

Cuarenta años pasaron desde que el fuego de Maipú encegueció al soldado de los Andes hasta que la muerte arrancóle el último aliento de vitalidad, cuarenta años parecidos á cuarenta siglos de sufrimiento con que la suerte compensára su amor á la Pátria, su generosa pasión por la libertad.

Dióle ésta aliento para sobrellevar el tremendo peso de su desgracia; y tan arraigados en su corazon era sus sentimientos patricios que duráron latentes siempre, lo que su vida.

El 1° de Octubre de 1860 entregó su espíritu al Supremo Hacedor pasando de la vida de las tinieblas á las tinieblas de la muerte, al descanso del cuerpo y del alma, y á la inmortalidad de la historia.

El hogar paterno quedaba huérfano del amor de aquel viejo abuelito que tenía para sus nietos sombras en los ojos y luz en el alma; que tenía amor para la Pátria y para los suyos y cuya vida era