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Capítulo LXIII.

España, que de volver á Berbería: la demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de mas, que de bogar al remo. Los dos turcos codiciosos é insolentes, sin guardar el 6rden que traíamos, de que á mi y á este renegado, en la primer parte de Es- paña, en hábito de cristianos, de que venimos proveidos, nos echa- sen en tierra, primero quisieron barrer esta costa, y hacer alguna presa si pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún accidente que á los dos nos sucediese, podríamos descu- brir que quedaba el bergantín en la mar, y si acaso hubiese gale- ras por esta costa los tomasen. Anoche descubrimos esta playa, y sin tener notícía destas cuatro galeras fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución, Don Gregorio queda en hábito de muger entre mugeres, con manifiesto peligro de perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, ó por mejor decir, temiendo perder la vida que ya me cansa. Este es, señares, el .fin de mi lamentable historia, tan verdadera como desdichada: lo que os ruego es, que me dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído: y luego calló, preñados los ojos de tier- nas lágrimas, á quien acompañaron muchos de los que presentes estaban. El Yirey, tierno y compasivo, sin hablarle palabra se lle- gó á ella, y le quitó con sus manos el cordel que las hermosas de la mora ligaba. En tanto pues que la morisca cristiana su pere- grina historia trataba, tuvo clavados los ojos en ella un anciano pe- regrino, que entró en la galera cuando entró el Yirey, y apenas dio fin á su plática la Morisca, cuando él se arrojó á sus pies, y abra- zado dellos, con interrumpidas palabras de mil sollozos y suspiros, le dijo:— O Ana Félix, desdichada hija mía, yo soy tu padre Sico- te, que volvía á buscarte, por no poder vivir sin tí, que eres mi al- ma. A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza, que inclinada tenia pensando en la desgracia de su paseo, y mirando al peregrino conoció ser el mesmo Ricote que topó el dia que salió de su Gobierno, y confirmóse que aquella era sil hija, la cual ya des- atada abrazó á su padre, mezclando sus lágrimas con las suyas: el cual dijo al General y al Yirey: — ^Esta señores, es mi hija, mas des- dichada en sus sucesos que en su nombre. Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su hermosura, co- mo por mi riqueza: yo salí de mi patria á buscar en reinos estraños quien nos albergase y recogiese, y habiéndolo hallado en Alema- nia, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros ale-

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