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EL JARDÍN DE LOS CEREZOS

es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado, y trata de calmarme.

—Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.

Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido arriésgase a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras le llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce, recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una, recibo una segunda misiva, y a las dos, una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar que es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo» es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondré sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el