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ANTÓN P. CHEJOV

al bufet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.

—Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.

—¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo el azar. No vale la pena de hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación...

—¿Adónde va usted?—interroga Petro Petrovitch—.¿A Moscov, o más al Sur?

—¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscov, o más al Sur?

—El caso es que Moscov no se halla en el Norte.

—Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo—dice Iván Alexievitch.

—No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscov.

—¿Cómo? ¿A Moscov? ¡Es extraordinario!

—¿Para dónde tomó usted el billete?

—Para Petersburgo.

—En tal caso le felicito. Usted se equivocó de tren.

Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.

—Sí, si—explica Petro Petrovitch—. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.

Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.