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CAPITULO I

LOS LADRONES


Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca, un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

Decoraban el frente del cuchitril, las polícromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenonga el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela, nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo, para mercar con nosotros. Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pié redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.

Cada vez que le veía recordaba este proverbio que mi madre acostumbraba a decir: "Guárdate de los señalados de Dios".

Solía echar algunos parrafitos conmigo, y en tanto escogía un descalabrado botín entre el revoltijo de hor-