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ROBERTO ARLT

Más cuando el negocio estaba en auge, y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces, recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos arrepatingábamos en los almohadones mullidos, encendíamos un cigarrillo, dejando atrás las gentes apuradas bajo lluvia, nos imaginábamos que vivíamos en París, o en la brumosa Londres. Soñábamos en silencio, la sonrisa posada en el labo condescendiente.

Después en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

¡Adelante, adelante!

Decía yo a Enrique cierto día:

—Temos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.

—La dificultad está en que pocos se nos parecen arguía Enrique.

—Sí, tenés razón, pero no han de faltar.

Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba.

Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares, adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.