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ROBERTO ARLT

—¿Y ahora?

—Dame, vas a ver.

Envolví el extremo de la palanca en un pañuelo, introduciéndola en el resquicio, más reparé que en vez de presionar hacia el suelo debía hacerlo en dirección contraria.

Crujió la puerta, y me detuve.

—Apretá un poco más— chistó Enrique.

Aumentó la presión y renovóse el alarmante chirrido.

—Dejame a mí.

El empuje de Enrique fué tan enérgico, que el primitivo rechinamiento estalló en un estampido seco.

Enrique se detuvo... y permanecimos inmóviles... alelados.

—¡Que bárbaro!— protestó Lucio.

Podíamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio involuntariamente apagó la linterna y esto, adunado al espanto primero, nos retuvo en la posición de acecho, sin el atrevimiento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.

Los ojos taladraban esa oscuridad; parecían escuchar, recoger los sonidos insignificantes y postreros. Aguda hiperestecia parecía dilatarnos los oídos y permanecíamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.

—¿Que hacemos?— murmuró Lucio.

El miedo se quebrantó.

No sé que inspiración, me impulsó a decir a Lucio:

—Tomá el revólver, y andate a vigilar la entrada de la escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.

—¿Y las bombas quien las envuelve?

—¿Ahora te interesan las bombas?... andá no te preocupés—y el gentil perdulario desapareció después de arrojar al aire el revólver y recogerlo en su vuelo con un cinematográfico gesto de apache.