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ROBERTO ARLT

—¿No encontraremos ningún "cana"?

—Nó, de aquí a casa no hay.

—Ya lo dijiste antes.

—¡Además con esta lluvia!

—¡Caramba!

—¿Qué hay ché Enrique?

—Me olvidé de cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.

Se la entregué, y a grandes pasos Irzubeta desapareció.

Aguardándole, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.

Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntariamente se me cerraron los párpados, y por mi espíritu resbaló en un anochecimento lejano, el semblante de imploración de la amada niña, inmóvil, junto al álamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insistía:

—¡Te he querido Eleonora! ¡Ah! si supieras cuanto te he querido!

Cuando llegó Enrique, traía unos volúmenes bajo el brazo.

—¿Y eso?

—Es la Geografía de Malte Brun. Me la guardo para mi

—¿Cerrastes bien la puerta?

—Sí, lo mejor que pude.

—¿Habrá quedado bien?

—No se conoce nada.

—¿Ché, y el curdelón ese? ¿Habrá cerrado con llave la puerta de calle?

La ocurrencia de Enrique fué acertada. La puerta cancel estaba entreabierta y salimos.

Un torrente de agua borbolleando, corría entre dos aceras, y menguada su furia, la lluvia descendía fina, compacta, obstinada.