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ROBERTO ARLT

—No señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres... Vd. comprenderá...

La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.

—Bueno — prosiguió don Gaetano, veníte mañana a las diez al departamento, vivimos en la calle Esmeralda, — y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.

La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.

A las nueve de la mañana me detuve en la casa donde vivía el librero. Después de llamar, guareciéndome de la lluvia, me recogí en el zaguán.

Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas salió a recibirme.

—¿Que quiere?

—Yo soy el nuevo empleado.

—Suba.

Me lanzé por el vano de la escalera, sucia en los peldaños.

Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:

—Espérese.

Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques, arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteado por agujas de agua.

Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tran-