parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transuntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje.
—Bestia... bestia... bestión...
Satisfecha se allegó a mí.
—Has visto como es. No vale... ¡canalla! te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo— y tornando al mostrador se cruzó de brazos permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.
De pronto.
—Silvio.
—Señora.
—¿Cuántos días te debe?
—Tres días contando hoy, señora.
—Toma,— y alcanzándome el dinero agregó.
—No le tengas fé, porque es un estafador... estafó a una Compañía de Seguros, si yo quisiera estaría en la cárcel.
Me dirigí a la cocina.
—¿Que te parece esto, Miguel...?
—El infierno, don Silvio. Que vida, ¡Dio Fetente!
Y el viejo amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.
—¿Pero a qué vienen estos burdeles?
—Yo no sé... no tienen hijos... él no sirve...
—Miguel.
—Diga, señora.
La voz estridente ordenó:
—No hagas comida, hoy no se come. A quien no le gusta que se mande a mudar.
Fué el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.
Pasaron unos instantes.