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Página:El juguete rabioso (1926).djvu/77

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ROBERTO ARLT

parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transuntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje.

—Bestia... bestia... bestión...

Satisfecha se allegó a mí.

—Has visto como es. No vale... ¡canalla! te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo— y tornando al mostrador se cruzó de brazos permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.

De pronto.

—Silvio.

—Señora.

—¿Cuántos días te debe?

—Tres días contando hoy, señora.

—Toma,— y alcanzándome el dinero agregó.

—No le tengas fé, porque es un estafador... estafó a una Compañía de Seguros, si yo quisiera estaría en la cárcel.

Me dirigí a la cocina.

—¿Que te parece esto, Miguel...?

—El infierno, don Silvio. Que vida, ¡Dio Fetente!

Y el viejo amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.

—¿Pero a qué vienen estos burdeles?

—Yo no sé... no tienen hijos... él no sirve...

—Miguel.

—Diga, señora.

La voz estridente ordenó:

—No hagas comida, hoy no se come. A quien no le gusta que se mande a mudar.

Fué el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.

Pasaron unos instantes.