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ROBERTO ARLT

fuera los mancháramos con la mugre que llevábamos.

Avergonzado, pensaba en la traza de pícaro que tendría; y para colmo de infortunio como pregonando su ignominia los cubiertos y platos tintineaban escandalosamente. La gente se detenía a mirarnos pasar, regocijada por el espectáculo. Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía, y soportaba, como la mujer gorda y cruel que rompía la marcha, las cuchufletas que nuestra aparición provocaba.

Varios fiacres nos escoltaban ofreciéndonos los cocheros sus servicios, pero doña María sorda a todos, caminaba adelante la mesa, cuyas patas se iluminaban al pasar frente a las vidrieras. Por fin los cocheros desistieron en su persecución.

A momentos Dio Fetente volvía a mí, su rostro barbudo sobre la bufanda verde. Gruesas gotas de sudor corríanle por las mejillas sucias, y en sus ojos lastimeros brillaba huidiza una perfecta desesperación canina. En la Plaza Lavalle descansamos. Doña María hizo depositar la angarilla en el suelo, y examinando escrupulosamente su carga, revisó el hatillo y acomodó las ollas cuyas tapas reaseguró con las cuatro puntas del repasador.

Lustradores de botas y vendedores de diarios habían hecho un círculo en torno nuestro. La prudente presencia de un agente de policía nos evitó posibles complicaciones y nuevamente emprendimos camino. Doña María iba a la casa de una hermana que vivía en las calles Callao y Viamonte.

A instantes volvía su rostro pálido, me miraba, una sonrisa leve le rizaba el labio descolorido y decía.

—¿Estás cansado, Silvio?— y su sonrisa aligerábame de vergüenza, era casi una caricia que aliviaba el corazón del espectáculo de su crueldad.

—¿Estás cansado, Silvio?