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EL JUGUETE RABIOSO

—No, señora— y ella tornando a sonreír con una sonrisa extraña que me recordaba la de Enrique Irzubeta cuando se escurrió entre los agentes de policía, animosamente avanzaba camino.

Ahora íbamos por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitriales cubiertos de amplios cortinados.

Pasamos junto a un balcón iluminado.

Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala anaranjada partía la melodía de un piano.

Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y de congoja.

Pensé.

Pensé en que yo nunca sería como ellos... nunca viviré en una casa hermosa y tendré una novia de la aristocracia.

Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y congoja.

—Ya estamos cerca, dijo la mujer.

Un amplio suspiro dilató nuestros pechos.


Cuando don Gaetano nos vió entrar a la caverna, le vantando los brazos al cielo, gritó alegremente.

—A comer al hotel, muchachos... ¿eh, te gusta don Miquel? después vamos por ahí. Cerrá, cerrá la puerta strunzo".

Una sonrisa maravillosamente infantil demudó la sucia cara de Dio Fetente.

Algunas veces en la noche.— Yo pensaba en la belleza con que los poetas estremecieron al mundo, y todo el corazón se me anegaba de pena como una boca con un grito.