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ROBERTO ARLT

ensanchaba las venas, y sentía entre mis huesos y mi piel, el crecimiento de una fuerza antes desconocida a mis sen sorios. Así permanecía horas enconado, en una abstración dolorosa. Una noche doña María encolerizada me ordenó que limpiara la letrina porque estaba asquerosa. Y obe decí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos, para multiplicar en mi interior una finalidad obscura.

Otra noche don Gaetano, riéndose, al querer yo salir, me puso una mano sobre el estómago y otra encima el pecho para cerciorarse de que no le robaba libros, llevándolos ocultos en esos lugares. No pude indignarme ni sonreír. Era necesario eso, sí eso; era necesario que mi vida, la vida que durante nueve meses había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las hu millaciones, todas las angustias.

Allí comenzó a quedarme sordo. Durante algunos me ses perdí casi la percepción de los sonidos. Un silencio afi lado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.

No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día por día, hacíase más amplia y cubricante. Así se iba retobando mi rencor.

Me dieron una campana, un cencerro. Y era divertido ¡vive Dios! mirar un pelafustán de mi estatura, dedicado a tan bajo menester. Me estacionaba a la puerta de la caverna en las horas de mayor tráfico en la calle, y sacu día el cencerro para llamar a la gente, para hacer volver la cabeza a la gente, para que la gente supiera que allí se vendían libros, hermosos libros... y que las nobles histo rias y las altas bellezas, había que mercarlas con el hom bre solapado o con la mujer gorda y pálida. Y yo sacu día el cencerro.

Muchos ojos me desnudaron lentamente. Vi rostros de mujeres que ya no olvidaré nunca más. Vi sonrisas que aún me gritan su befa en los ojos...