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EL LIBRO DE LOS CUENTOS. — 279

de las mujeres que la habían presentado, como sucedía algunas veces.

— ¿Qué habrá sido esto? ¡oh dioses! decia el anciano; el rey no se ha dignado ni siquiera mirarme, y sin embargo mi hija ha cantado como una diosa y yo he procurado sostenerme á la mayor altura á que he llegado jamás; me amenazará alguna desgracia? ¿qué será de mi? ¿qué será de mi pobre hija?

Solo y abatido por el terror, pasó la noche mas espantosa de su vida, y en efecto, motivo tenia. El rey no habló con él, el rey dehia estar ofendido, y el enojo de un rey era entonces la muerte, porque la vida de los hombres era mucho menos para ellos que lo es para nosotros la vida de un pájaro.

La luz del nuevo dia brillaba en el horizonte, cuando el terror y la angustia de toda la noche habían postrado al anciano de tal suerte que se quedó dormido. Este sueño reparador fué de pocos momentos, porque un grande ruido que se oyó en la calle y en la misma puerta de su casa lo despertó de aquel letargo. Abrió los ojos soñolientos y víó distintamente que su casa estaba llena de soldados y de gentes estrañas que rodeaban su cama obligándolo á levantar.

El anciano se incorporó, se puso de rodillas en el lecho, dobló las manos, y esclamó lleno de terror:

— Yo os suplico, soldados, en nombre de los dioses inmortales, que me perdonéis la vida.

Una carcajada atronadora fué su contestación.

— Levántate, anciano, le dijo el jefe de aquellas gentes; levántate y no tiembles.

— ¿Quién os envía?

— El rey.

— ¿Qué quiere de mí?

— Por ahora, que obedezcas y calles.

Después, dirigiendo la palabra á los que estaban junto á la puerta, les dijo:

— Esclavos y eunucos, llegad y haced lo que debéis.