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to hasta nuestros días, en que decidida la obra de la Puerta del Sol, se derribó el hospital como todos los edificios de aquella plaza, habiéndose comenzado con bastante rapidez la construcción del templo en la Montana del Principe Pío, en abril de 1863, en que puso la primen piedra nuestra actual soberana doña Isabel II. Tales, en breve resumen, la historia del real hospital de la córte, conocido vulgarmente por el Buen Suceso, cuyo nombre procede de la imagen principal de so templo, acerca de la cual vamos á dar algunas noticias necesarias en esta reseña.

Gabriel Fontanet, hermano de la congregación de los obregones, natural de Valencia, después de haber tomado el hábito en el hospital de convalecientes, que se hallaba en Madrid en la calle Ancha de San Bernardo, donde hubo luego un convento ú hospedería de monjes de esta advocación, fue enviado de hermano mayor al hospital de su patria, para procurar el aumento de su instituto y el mejor servicio de los enfermos, pues había dado grandes muestras de su celo y virtud.

Acostumbraban entonces todos los hermanos de esta congregación á pedir limosna por si mismo* para los hospitales, y haciéndolo él diariamente en Valencia, en dirección a la parte superior del Grao, no tardó en hallar una ermita, en la cual entró á hacer oración, habia en ella una imagen de la Santísima Virgen, cuya hermosura llamó su atención, y pareciéndoíe no estaba en aquel sitio con el decoró y decencia que debiera, decidió encargarse del cuidado y limpieza del santuario, recurriendo á personas caritativas y piadosas para hermosearle y adornarle.

Propúsose averiguar el origen de aquella imagen, y sólo pudo saber que la había traído de Argel un cautivo, el cual la había encontrado en los baños de los esclavos cristianos, por lo que soban llamarla la Virgen iá Cotilleo, y también la del Humilladero, por Sirio el sitio donde se hallaba, y que aquel fervoroso varón atribuyéndole su libertad, se consagró hasta la muerte á su servicio.

Viendo Fontanet la indiferencia con que los valencianos miraban aquella ermita y la imagen que en ella bahía, la pidió para llevársela al hospital, lo que consiguió sin dificultad alguna. Púsola en uno de los altares de la iglesia, procuró aumentar su culto, y bien pronto fue venerada con la mayor devoción, concurriendo los fieles con sus ofrendas ¡i su decoroso sostenimiento.

Comisionado por su congregación para ir á Roma á pedir al Pontífice alguna insignia que la distinguiese de los numerosos institutos y órdenes religiosas que habia á la sazón, no quiso separarse de su querida imagen y habiéndolo convenido con su compañero, el hermano Guillermo Núpela, decidieron llevarla consigo aun cuando habían de hacer tan largo viaje á pié y pidiendo limosna, confiados en que la Santísima Virgen les protegería concediéndoles buen éxito en sus pretensiones. No les engañó su piadosa esperanza, y habiendo obtenido con mas facilidad de lo que esperaban la aprobación de su congregación y la cruz morada que la distingue, atribuyeron tan buen resultado á la imagen que llevaban, dándole el titulo del Buen Suceso, otros autores suponen que obtuvo este nombre del Pontífice Paulo V, á quien la presentaron Fontanet y su compañero, habiéndola encontrado entre unas peñas en Tolosa de Francia, donde se refugiaron durante una tormenta; pero adelantando después en los años su regreso á Madrid y en otros tres ó cuatro conclusión del hospital y su traslación á la nueva iglesia, no nos hemos atrevido á seguir su narración, por temor de equivocarnos.

Llegados á Madrid en 1609, la colocaron con solemnes fiestas en uno de los altares del hospital de convalecientes, donde estuvo presidiendo á los votos y demás ceremonias que hizo entonces toda la congregación, por los privilegios que la había concedido Su Santidad, y en 1.° de marzo de 1612 la presentó y regaló Fontonet á la nueva iglesia del hospital de la córte, donde continuó por mas de dos siglos, hasta que derribado este edificio fue trasladada a la real capilla de S. M., donde ha permamecido hasta la conclusión de la nueva iglesia.

José S. Biedma.

NOVELAS Y CUADROS DE COSTUMBRES.

LA HIJA DE LAS AGUAS.

(Continuación.)

III.

La hermosa jóven que tanto habia enamorado á Roberto, y por cierto con razón, porque era un rayo de luz celeste recogido en la mas blanca de las azucenas, se llamaba Gisela. Nadie en la comarca liabia conocido asu madre; su padre, Pedro, cuyo pasado estaba envuelto en e| misterio, habia venido al país, no se sabia de dónde, con la niña en los brazos y bastante oro en los bolsillos. Compró una posada en que se arruinó en pocos años, y cuando Gisela contaría 14 ó 15, que es cuando empieza nuestra historia, se mantenía y la mantenía con los frutos de la caza furtiva. Algunos maliciosos murmuraban que no sólo cazaba pájaros y conejos, sino que las balas de su escopeta habian herido mas de una vez á viajeros estraviados, cuyos cadáveres se habían encontrado mas tarde complejamente desvalijados; pero aunque esto fuera verdad, no debía acusarse por ello al pobre Pedro, que sin duda lo habría hecho por distracción, porque con la edad se había convertido en el hombre mas distraído del mundo; su distracción era citada como un refrán entre sus convecinos, y era tan estraña que, por ejemplo, si le prestaban dinero, nunca se acordaba de volverle, aunque jamás se olvidaba del que le debían.

Gisela vivia sola con su padre, y aunque era la codicia de lodos los mozos de las cercanías y la envidia de todas las mozas, ni la mas maldiciente de las madres que tenían hijas casaderas se habia atrevido jamás á murmurar de su virtud. Era también algo poeta como el príncipe; cuidar sus llores, echar trigo a los pajarillos que ya la conocían, que la saludaban con sus gorgeos como á la aurora cuando salía á la ventana que venían á tomar el alimento en sus manos óá sus pies y que muchas veces la seguían á bandadas por el campo, era toda su delicia. Algunas veces á la caida de la tarde, sentada á su ventana, la frente apoyada en la mano, pasaba mucho tiempo contemplando el cielo: ¿en qué pensaba? ¿qué recordaba? ¿qué soñaba? Solamente podrían decirlo los ángeles dé la melancolía y del amor.

El ayuda de cámara del príncipe, Figaro cortesano, no tardó en descubrir el nido ile esta tórtola. Habló al padre, la habló á ella, y ofreciéndole á él dinero y arrullándola á ella con cuentos de amores consiguió hacerse escuchar de ambos. El príncipe volvió á verla y osó hablarla; ella le escuchó como Eva á la serpiente, y al cabo de poco tiempo el principe grabó en la corteza de un árbol del bosque unas líneas, cuyo sentido espresan los versos de Parny que empiezan:

Oranger, dont la voúte épaise

Servit á cacher nos amours, etc., etc.

IV.


El sabio, el guerrero y el médico á quienes el principe habia dejado con la palabra en la boca entrándose en su cámara, no quedaron muy satisfechos de este modo de terminar la conversación, y los dos primeros fueron de común acuerdo á ver al rey y decirle que debía reformar la educación de su hijo.

En lo que no convinieron fue en la manera de reformarla; el sabio queria que el príncipe fuese confiado á sus cuidados como educando, y el general que se le permitiese llevarle á un campamento, que él aprovecharía la ocasión para saber lo que era.

El rey vaciló largo tiempo. En su vida había leido mas que las primeras líneas de un cuento de Quevedo que decía: «es cosa averiguada que no se sabe nada, y aun esto no se sabe de cierto, porque si se supiera, ya se sabría alguna cosa:» había oído asegurar que Sócrates decía: «sólo sé que nada sé:» habia oído hablar de la doctrina de Pirron, y estaba persuadido de que el que inventa un nuevo guiso, es mas útil á la humanidad que el que escribe el mejor tratado de filosofía.

Pero en cambio, sabia, aunque no por esperiencia, que en la guerra se reciben grandes palos, que el laurel de los héroes que no produce fruto y el jugo de cuyas hojas es venenoso, se riega con sangre, y temia que una bala perdida privase á su pueblo de la felicidad de ser regido por su hijo, su obra maestra, el espejo de su prudencia y de su saber, el fruto de sus veladas.

A fin de tener mas fuerzas para meditar, el rey tomó una comida opípara en que bebió copiosamente y se fué á consultar con la almohada. Al cabo de algunas semanas de meditaciones de este género, decidió que su hijo viajaría y que el sabio y el guerrero le servirían de Mentores.

El sabio y el guerrero recibieron la noticia con placer, declarando ambos que el soberano era un pozo de ciencia y preocupándose sólo de cuál de los dos llevaría la bolsa, apuro de que les sacó el médico, que se agregó voluntariamente á la comisión suplicando al rey que le nombrase tesorero; pero el príncipe puso el grito en el cielo. Suplicó, lloró, amenazó con matarse, pero todo fue inútil; el dia señalado para la marcha, fue encerrado en un coche como impreso, con sus Mentores como centinelas de vista y sin tener tiempo mas que para escribir á su amada una carta tan tierna como las de Abelardo á Eloísa y enviarla un collar de perlas como recuerdo, partió para lejanos poses. A muertos y á idos no hay amigos, dice el refrán español; pero algunas veces ¡ay de los que se quedan!

V.

El príncipe Roberto recorrió muchos países, firmando en todos ellos su educación, merced a sus acompañantes, de los cuales el médico le llevaba á las mejores fondas, el filósofo á las principales casas de juego y el general á las reuniones en que habia mujeres mas bonitas. El príncipe comía bien, á pesar de estar enamorado, jugaba bastante para distraerse, pero no hacia mas caso de las mujeres que los puercos de las margaritas.

Todas las mujeres que encontraba en los salones le parecían dalias sin olor, cuerpos sin alma, frutas hermosas á la vista, pero que como las nacidas á orillas del lago que cubre boy el sitio en que fue Sodonia, sólo encerraban ceniza. Cuanto mas las miraba y mas le halagaban ellas, mas se acordaba de su Gisela y mas deseos tenia de volver á verla. Sin embargo, estaba escrito, como dicen los árabes, que esto no habia de durar siempre y que al fin y al cabo, de los dos ángeles, el de la tierra y el del cielo que nos siguen desde la cuna y que tejen entre los dos la trama de nuestra vida, el de la tierra habia de aprovechar un descuido del del cielo y meter su hilo en el tejido.

Un dia que el príncipe fué á caza, se perdió en una montaña persiguiendo un ciervo mas ligero que el de pies de oro de la fábula, que bien sabe lo que se dice cuando afirma que con pies de oro se corre mucho en el mundo, y fue á parar lejos de sus gentes á un espeso bosque en que su caballo cayó rebentado de fatiga.

El príncipe estaba también muy fatigado, y habiéndose sentado á descansar bajo un árbol, vio pasar por un camino próximo una hermosísima dama acompañada por un anciano y seguida de caballeros, escuderos y pages montados en gallardos y briosos corceles ricamente enjaezados, formando una cabalgata mas brillante que la mas billante de las constelaciones.

Roberto se levantó, se acercó al anciano, y después de haber dicho quién era y espuesto su situación, le suplicó le indicase el camino de la ciudad. El anciano era un rey poderoso, el rey de aquel pais; la hermosa dama, su hija, se dirigía á una casa de recreo que cerca de allí tenia, y recordando que el padre de Roberto habia sido muy amigo suyo en otro tiempo, le suplicó que aceptase su hospitalidad siquiera por una noche. El médico, el filósofo y el general siguieron con toda la gente de montería buscando á si; señor y renegando, el médico porque temia que se pasase la cena, el filósofo porque no podía llegar á tiempo de tomar su rebanclia de la noche anterior, y el general porque no podía acudir á la cita de una marisabidilla á cuya tertulia habia ofrecido leer un madrigal tan bello como los de Trisotín: el príncipe, mientras tanto, cenaba sosegadamente con sus nuevos amigos.

La hija del rey se llamaba Cesarina y era docta como aquella última hija de Platón á quien el fanatismo de un monje sacrificó en los primeros siglos de la Iglesia al píe de los altares del Dios de la caridad; pero era al par apasionada como Safo y cantaba con una voz tan dulce, que se la hubiera envidiado aquella ave del paraíso á quien, según la leyenda, estuvo oyendo siglos y siglos un anacoreta, sin notar que pasaba el tiempo y creyendo cuando la vió volar y perderse en el espacio que sólo habia estado oyéndola un minuto.

El padre de Cesarina había sido un valiente soldado en su juventud; los años y la gota le habían aprisionado en su palacio, de donde apenas salia y en que se entretenía en contar sus victorias y en oir á su hija leer fragmentos de sus obras y cantar al compás del arpa canciones que ella misma componía. El príncipe encontró esta compañía mas agradable que la de sus Mentores y permaneció muchos días en el palacio.

El trato enjendra cariño. El príncipe y Cesarina se hicieron amigos, y como entre dos jóvenes de distinto sexo es muy difícil que la amistad no degenere en un sentimiento" mas tierno, llegaron á amarse...

Gisela, entre tanto, seguía solitaria en la humilde morada de su padre, cuidando sus flores, en cuyo cáliz mas de una vez dejaba caer una lágrima silenciosa, dando de comer á sus pajarillos y recontando las horas felices de sus amores.

No exhalaba una queja, no pronunciaba jamás el nombre del príncipe; sólo de tiempo en tiempo, cuando distraídamente tarareaba alguna de las canciones que mas le gustaba oirla, si oía á los campesinos alguna de las que le habia oido entonar, sus ojos se humedecían. Estaba en su soledad como en la tierra un ángel proscrito que espera volver al cíelo; en la noche de su tristeza tenia siempre la esperanza de ver lucir en breve el dia de su amor.

Una tarde, el ayuda de cámara del príncipe pasó por delante de su puerta; no la vió, pero ella le víó y el y el corazón la palpitó. Un aldeano le detuvo:—¿A dónde vais? le pregunto.—Voy, respondió el ayuda de cámara, al reino de S. á presenciar la boda de mi amo el príncipe Roberto que se casa con la hija del rey de aquel pais.—Buen viaje.

Gisela se quedó mas blanca que la nieve, pero no exhaló un suspiro, no derramó una lágrima. Entró en su casa, se vistió su trage de gala, se puso al cuello el collar, último regalo de su amante, cortó sus flores mas bellas é hizo con ellas una guirnalda con que adornó sus hermosos cabellos, esparció desde su ventana algunos puñados de trigo á los pajarillos, salió, cerró su puerta dejando puesta la llave y se arrojó al rio.

(Se continuará)

C. R.