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DECKER, SEGUN EL RETRATO DE SIFFREN Dl'PLESSIS.

LA MONEDA DE ORO. (CONCLUSION.) III. Enrique creyó que iba á morir, porque sus sienes latieron fuertemente : tuvo necesidad para sostenerse en pie, de apoyar la cabeza entre sus manos. No podía darse cuenta de lo que le sucedía y per maneció en aquella posición muchos segundos. Por último, se acercó á la anciana lleno de agitación: quiso hablarla, pero sus labios se negaron á pronun ciar palabra alguna. Entónces metió apresuradamente su mano en los bolsillos con ánimo de dar una limosna á aquella infe liz mujer, sin pensar que sus bolsillos no contenían dinero alguno, el único que Enrique poseía pocas ho ras antes, era aquella moneda de oro que había dado á la jóven mendiga tan generosamente. Enrique se puso pálido : quiso echar á andar, pero no pudo. La anciana pareció no apercibirse de la acción de Enrique; el frío que sentía había aumentado la palidez de su rostro, haciendo mayores los círculos azules que se descubrían al rededor de sus ojos. Trascurrió un minuto. La pobre mujer sufría mucho: estendió sus brazos hácia Enrique, próxima á desmayarse de frió y de de bilidad. Enrique, al verla en ese estado, se quitó el gabán que llevaba puesto y quiso arroparla con él. La anciana se negó ú ello: después dijo á Enrique con voz débil. —Póngase usted su gabán, caballero: la buena in tención de usted me basta.

Los dos tienen una facha repugnante, que aumenta el desorden de sus trages. La fisonomía del primero , es sin em bargo, noble y espresiva. La del segun do innoble y recelosa: bajo su frente re primida brillan dos ojor sombríos como una noche, do invierno , ' ; ¡ —Santiago, acabemos de una vez, dij con voz dura. El que estaba sentado levantó pausa damente su- cabeza y permaneció algu nos segundos pensativo: después res pondió: —Déjame Lúeas., , , —¿Eso quiere decir que no contamos contigo?. Santiago se detuvo un instante : luego contestó con sequedad: ( —No. —Está bien, replicó Lúeas, y sus ojos despidieron fuego ñ Santiago, con un gesto de imperio, sealó la puerta á Lúeas. , Este quiso replicar todavía, pero San tiago clavó sus ojos en Lúeas con (al fuerza, que éste tajó los suyos tem blando. Entónces Santiago se puso de píe, y empujando á Lúeas con fuerza le arrojó» fuera de su casa.,. Un minuto después, la jóven mendi ga, con los ojos impregnados de lágri mas , abrazó con ternura á Santiago ex clamando: —¡Lo he oído todo! ¡Gracias á Dios, padre raio! ¿No volverá usted á ser cri minal? —No, hija mia, dijo Santiago abra zando á su hija ; con la moneda de oroque me has dado , tendremos para com prar pan que comer algunos dias : du rante el trascurso de este tiempo, podré buscar quien me dé trabajo que nos proporcione qué comer para en lo su cesivo. Sin esta moneda de oro,, dentro de pocas horas hubiera cometido un cri men horrible: pidamos á Dios, hija mia, que el hombre que te la ha dado con siga cuanto desee en la tierra. Dichas estas palabras, Santiago sacó la moneda de oro y después de tesarla padre é hija, ambos con efusión, eleva ron sus ojos al cielo y desaparecieron sú bitamente de la vista de Enrique. Al mismo tiempo una inefable clari dad se estendió por todo el aposento: Enrique creyó oir los sonidos acordes de una música; sintió por todo su ser un bienestar inesplicable y le pareció quo sonaban voces armoniosas a su lado, y que todo lo que veia giraba entorno suyo. Después miró el sitio que antes ocu paba la anciana que hasta allí le habi i conducido , y quedo asombrado al ver á una niña con el rostro cubierto con un velo. La niña se acercó á Enrique, y cogiendo sus manos le dijo con dulcísimo acento: —Soy el ángel de tus amores. He querido presentar á tus ojos cuanto has visto, para que sepas lo' que puede esperar de Dios todo hombre, que siendo rico, no tiene caridad, que es la primera de todas las virtu des cristianas. Tú has demostrado que la tienes, dan do á una pobre la única moneda de oro que poseías; pero en cambio ella te ha proporcionado la dicha dt saber los males que puede evitar una limosna dad;i oportunamente. Dios ha recompensado tu caridad: en su nombre vengo á darle las riquezas necesarias para que puedas vivir en compañía de María. Ven conmigo, voy a llevarte á su lado. Allí encontrarás las riquezas con que Dios ha querido premiar tu virtud. Pero es cucha, voy á darte un consejo. Procura siempre so correr con ellas al pobre y al forastero y al desgraciado huérfano. De ese modo llegarás á tener quien derrame lágrimas sobre tu sepultura y te bendiga una y mil ve ces; pero olvida las pompas del mundo, porque éstas duran menos que el curso de una noche, y no cons tituyen la felicidad que sólo se consigue eu la tierra haciendo bien. Vamos. Aniceto Calleja.

Enrique obedeció maquinalmente De pronto la anciana cogió una manojle Enrique y i la besó después de estrecharla entre las suyas : luego acercó rápidamente su boca al oido de Enrique y le dijo: —Sígame usted, caballero, se lo ruego por el amor de Dios. Dn rayo que hubiese caido á los píes de Enrique en aquel momento , no le habría producido mayor efecto que el sonido que entónces produjo la voz de la an ciana: fue aquel igual enteramente al de la voz de la jóven mendiga , y lo mismo que el que tenia la de María... La anciana echó á andar siguiéndola Enrique. Cruzaron varias plazas y se internaron en un labe rinto de calles: por fin llegaron á uno de los cstremos de la ciudad. Anduvieron todavía dos ó tres callejuelas; después entraron en una casa ruinosa. Allí, en medio de una sala de negras paredes, se ha llaba una jóven de pie, inclinada adelante y con las ma nos cruzadas. Al verla Enrique sintió un estremecimiento general por todo su cuerpo : aquella jóven era la mendiga á quien habia dado la moneda de oro. Sólo que su sonrisa habia desaparecido: en aquel en tonces la jóven parecía temblar de miedo, temiendo SOLICION DEL GEROGLÍFICO DEL NLSIERO ANTL1.IOK. aplicar su oido para escuchar lo que hablaban dos hom bres en una habitación inmediata. La palabra es plata y el silencio oro. Uno de ellos se hallaba sentado encima de un col chón viejo que estaba tendido en el suelo: tenia los co dos apoyados en una silla y apretaba su cabeza entre ABELARDO DE CARLOS, EDITOR. sus manos como para desechar de ella algún penoso ADMINISTRACION. CALLE DE BAILEIS, KÚM, 4. — MADIUP, recuerdo. IMPKCMA PE GAíPAR Y H01&. El otro estaba de pie.