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y por el de pan de la industria , frases no menos febriles que poéticas, el horno, pues, lleno de brasas y rodeado de agua como los volcanes de las islas en él Océano, exhalaba su poderoso hálito en forma de llamas, que luego habrían de convertirse en vapor, enviándolo por medio de numerosos tubos que desempeñaban el oficio de los vasos circulatorios en el cuerno humano. Profundos resuellos, silbos agudos, ebulliciones monstruosas, chasquidos, rechinamientos y otros ruidos formidables, acompañados del movimiento de los dependientes de la empresa, del chillido de los silbatos y de las señales de la campana de la estación, indicaban que el gigante iba á ponerse muy pronto en marcha. Su ojo único y con el cual habia de medir el espacio para devorarlo , reverberaba como un sol de color de sangre en medio de su frente de hierro.

La locomotora rumiaba su pienso de fuego: los bueyes, el caballejo y las muías habían cesado de rumiar, y después de discutir sériamente el partido que debían seguir, acordaron abandonar á sus dueños y plantarse, á cierta distancia de la estación, en medio de a via férrea, para impedir el paso del tren.

¿Dónde están, qué hacían, en tanto, los dueños de los carruajes? Imagínese el lector lo que se le antoje, carta blanca tiene, puesto que la inverosimilitud del cuento le autoriza para esto y mucho mas. Figúrese que el carretero, el tartanero, el mayoral y los zagales de la diligencia se emborracharon en la estación y se durmieron; que los tragó la tierra y una bruja se los llevó por los aires; que se fueron á coger grillos ó á cantar serenatas á las estrellas ; figúrense lo que gusten , lo importante es saber que los vehículos emprendieron su caminata valerosamente, si bien el carro gemia un poco, más por costumbre que por presentimiento de futuras desgracias.

La locomotora, con su ojo penetrante , los vió partir no sin pena, pues presumían el desatino que proyectaban; y porque en ningún tiempo le atribuyese nadie mal corazón, minutos antes de ponerse en movimiento, les envió media docena de resoplidos, cuya significación debieron comprender, y que sin duda venian á decir:

—No seáis necios, y conformaos con vuestra suerte: ¿quién sabe la que á mi me reserva el porvenir?... Hoy, el vapor es el alma de la locomoción; mañana, tal vez le sustituya la electricidad, la máquina que hoy corre como el viento, es posible que mañana vuele como el rayo. El progreso no cesa; clamar contra él, equivale a dar coces contra el aguijón. En todos tiempos lo ha condenado la ignorancia, ensalzando lo antiguo; de manera, que si la ignorancia hubiese tenido razón siempre, ni hubiérais nacido vosotros, ni yo os daria ahora estos consejos.

Los bueyes, el caballejo y las muías seguían imperturbables su camino.

—No os aflijáis—continuó la locomotora—aun podéis ser útiles, y hasta me atrevería á jurar que la mayor parte de vuestros amigos han ganado con mi advenimiento. La estadística lo demuestra: si antes érais mil, por ejemplo, ahora sois dos mil. A nuevas necesidades, nuevos medios de satisfacerlas, sin desdeñar lo que pueda aprovecharse de lo conocido ¿Qué adelantareis con oponeros á mi paso? Caeré sobre vos otros como una montaña que se desploma, y os arrollaré y os convertiré en astillas. Yo soy el huracán; vosotros leves aristas que no resistiréis á mi empuje. Dentro de poco, en el tiempo que el mas veloz de vos otros emplee en llegar de Madrid á Burgos, podrá correr una locomotora desde la Rusia asiática hasta el estremo occidental de Europa.

—¡Quiá! esclamó irónicamente el carro.

—¡Fanfarronada! observó la tartana.

—¡Ilusiones engañosas! añadió la diligencia.

En efecto, llegó el tren esperado, entraron en los wagones los viajeros, la campana y los silbatos dieron la señal de partida, y la locomotora de nuestra narración , fuertemente enganchada, se puso en marcha.

El penacho de la chimenea, blanco unas veces, otras negro y salpicado de rojas chispas, ondeaba gallardamente al aire, sobre la cabeza de la locomotora, que, al moverse, producía un rumor acompasado, semejante al de un escuadrón marchando al paso: ¡trac, trac, trac, trac! trac, trac!

Cuando su primer viaje, este poderoso atleta del progreso fué apedreado por la ignorancia y la superstición, que lo creían movido á impulso de un espíritu infernal, de un demonio oculto en su seno; pero sucedió con los groseros proyectiles que le arrojaron , lo que, según la historia, con las flechas disparadas por los moros contra los restauradores de la antigua monarquía española, las cuales se volvían contra ellos. Quien no vea las heridas que llevan en su frente desgreñada aquellas dos furias, ciego será.

La locomotora aceleraba gradualmente su paso, observando siempre con dolor la terquedad de los tres carruajes hostiles. Llegó, por fin, el momento de caminar mas de prisa, de trotar, de correr á escape. Sentíase crecer el murmullo del agua hirviendo en la caldera; el fogonero seguía dando al corcel titánico (cuyos hombros podrían conducir ciudades enteras) su pienso de lumbre: las ruedas relampagueaban , despedían centellas, lanzaban globos encendidos al tocar los rails, y el ojo de la locomotora era cada vez mas vivo, porque Aunque el helado soplo cada vez era mas oscura la noche. El carro, la tartana y la diligencia estaban inmóviles en medio de la vía. Entonces la locomotora, lanzando un prolongado grito, les dijo:

¡Huid, temerarios! ¡Huid, despejad la vía, no intentéis poner diques al torrente de la civilización, porque os arrastrará en su indómita carrera! Tiempo, trabajo, su albor perecedero, miseria, sudores, fatigas, peligros, hé aquí lo que yo vengo á evitar al hombre: seguridad, riqueza, bienestar, comodidades, fraternidad, amor, aumento de vida, hé aquí los bienes que le traigo.

—¡Sella tu boca, charlatana! dijo el carro—¡Si no sabré yo que la palabra progreso es una palabra hueca!

—¡Para alucinar á incautos y á bobalicones!—apoyó la tartana.

—¡Pero no á nosotros: á perro viejo, no hay tus, tus!

—concluyó la diligencia.—Acércale, si te atreves, farolona; ¡cuándo no te cueste la torta un pan!

Lanzar este reto la diligencia, y eclipsarse la locomotora, todo fué uno; no parecía" sino que la tierra se la hubiese tragado con los viajeros que llevaba.

Los carruajes atribuyeron á milagro este accidente; era, pues, indudable, ó mejor dicho, se lo imaginaban, que el cielo estaba de su parte, y que una vez auxiliados con su favor, el convencer á los hombres de la conveniencia de estacionarse y petrificarse en todo, seria la cosa mas fácil del mundo.

Aun duraban las recíprocas felicitaciones de los tres valientes, amenazadas con el relincho del caballejo, el bufido de los bueyes y unas cuantas coces de las mulas (que de este modo espresaban su júbilo), cuando la locomotora, jadeante, ciega de cólera, tendida al viento su cabellera de humo y fuego, silbando, rugiendo, tronando, empujada por el vértigo como una tempestad, salió del túnel en que minutos antes habia entrado, y arrolló al carro, á la tartana y á la diligencia, los cuales cayeron rodando al fondo de un precipicio que á dos varas de la via enseñaba su enorme boca guarnecida de grandes dientes de piedras.

Hé aquí como anunció al dia siguiente el hecho un periódico.

«Anoche ocurrió un siniestro en el ferro-carril del Norte, entre la estación de L y la de M. Al pasar el tren, arrolló á tres carruajes que interceptaban la vía y los lanzó á un profundo barranco hechos pedazos. A la hora en que escribimos estas líneas, no hemos podido averiguar (pues hay temores de que haya descarrilado el tren) las desgracias personales que sin duda habrá ocasionado tan lamentable suceso. Estas son las ventajas de eso que llaman civilización.»

La locomotora llegó felizmente al término de su viaje, y aun merece consignarse que Dios, en vez de es- terminar con sus rayos á los viajeros y á ella, les mandó las brisas mas suaves del cielo, aventó los nubarrones que lo cubrían y mandó salir á la luna para que alumbrase con su dulce claridad el espectáculo del poder del genio, y sus maravillosas conquistas sobre la materia, esta sumisa colaboradora de la humanidad en la obra de su destino, esta esclava, á quien hay que j bendecir porque lleva sobre sí las cadenas y en gran parte el peso del trabajo que han llevado los pueblos durante siglos y siglos.

Ventura Ruiz de Aguilera.

ALBUM POETICO.

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EL NARDO.

El nardo, el blanco nardo
que me prendiste al seno,
se marchitó, amor mió,
del corazón al fuego.

Marchito, está, marchito,
aquí, mi bien, lo llevo
donde en su noble orgullo
se desplegó primero.

Y qué ¿nada le queda
de aquel primor excelso
que del jardín y el aura
fue gala y embeleso?

¿Nada de aquel encanto
con que en el tallo enhiesto
él mismo dulcemente
brindóse á tu deseo?

Quédale siempre aquella,
que atesoraba dentro
su cáliz de alabastro,
esencia de los cielos.

Asi, cuando un destino
ya á nuestra dicha adverso,
venga á romper el lazo
que hoy á tus plantas beso;

Aunque el helado soplo
del enemigo tiempo
temple la ardiente llama
en que abrasar me siento;

Nardo será mi alma
de un temple mas egregio
que, si á perder llegare
su albor perecedero,

No temas, no, que pierda,
mientras en mí haya aliento,
el inmortal perfume
del inmortal recuerdo.

                Gabriel G. Tassara.


RUFINA,

ó UNA TERRIBLE HISTORIA.

I.

LA CAZA DE ZORZALES.

En una noche del mes de diciembre de 1854, me hallaba yo en Alcalá de Guadaira, población deliciosa, distante sólo dos leguas de Sevilla, en uno de los para- ges mas pintorescos de España, y que además de, sus muchos encantos, tiene para mí el de haber sido mi cuna y el ser la residencia habitual de mi familia.

Al cabo de algunos años, aquel era el primer invierno consagrado por mí á la ternura de mis padres y de mis hermanos, y al sincero afecto de mis amigos de la infancia.

Mi larga permanencia lejos de mi país natal, me habia hecho hasta cierto punto extranjero entre los mios; muchos antiguos camaradas de escuela, á la sazón sencillos y honrados labradores, que durante el dia manejaban el azadón ó el arado, llegada la noche acudían ¡i la casa de mis padres, donde al amor de una buena lumbre y entre el humo de los cigarros, recordábamos con alegría nuestras infantiles travesuras.

Al verse recibidos con la cordial franqueza de una verdadera amistad, sin embargo de ser algunos de ellos trabajadores de nuestra casa, todos á porfía trataban de agasajarme y me invitaban de continuo á participar de sus sencillas é inocentes diversiones, nuevas entera- mente para mí, que, consagrado desde niño á otro género de vida, no las habia podido conocer sino por referencia.

Varias veces me habían ponderado los encantos de una caza especial, que llaman allí la caza de los zorzales; y, aunque sus pormenores habían escilado viva-, mente mi curiosidad, entibiaba algún tanto mi deseo el saber que aquella caza no era posible sino en las noches oscuras de lluvia y viento.

No obstante, ya les habia ofrecido asistir á una de sus incómodas espediciones, y ellos lo tenían todo preparado para sorprenderme en el primer momento oportuno.

Los primeros dias de diciembre habían pasado como dias de primavera; ni una sola nube habia venido á empañar la diáfana pureza de la atmósfera; las noches eran también serenas y claras, y las estrellas matizaban por todas partes el firmamento. Pero hacia la mitad del mes, á la hora de ocultarse el sol, presentóse en el horizonte una faja oscura que se estendia de Occidente á Norte; la temperatura subió algunos grados, y la aguja barométrica empezó á anunciar la mudanza del tiempo.

A las siete dé la noche soplaba ya un viento del Sur, muy pronunciado, y ligeras nubes cruzaban con rapidez", naciéndose por instantes mas oscuras y espesas.

Ya mi familia y yo nos disponíamos á cenar; gruesos troncos de olivo ardían en la chimenea, y escuchábamos concierto placer el ruido del viento, que agitaba los cristales, y el sonido especial, que como una especie de redoble producían en ellos las primeras golas de la lluvia.

Mientras duró la cena, el temporal fue poco á poco arreciando y á eso de las ocho, cuando se levantaron los manteles, el agua corría por las calles en copiosos arroyos, arrastrando las piedras que encontraba al paso, con ese rumor sordo y uniforme de los improvisados torrentes.

A esta hora, solo habían acudido á nuestra ordinaria velada dos ancianos vecinos, que no faltaban ninguna noche, y que entretenían nuestra patriarcal reunión, refiriendo sus aventuras de la guerra de la independencia, en la cual ambos habían sido actores.

Yo no estrenaba gran cosa la falta de mis jóvenes amigos , porque la noche en verdad no convidaba mucho á salir de casa; pero los dos ancianos, al oírme emitir esta idea, cambiaron entre sí una mirada, y dejaron entrever una sonrisa de inteligencia, lo cual me hizo sospechar que aquella tardanza tenia un motivo especial, que querían ocultarme; pero nunca imaginé cual era la sorpresa que me preparaban.

Hacíales yo sobre esto algunas preguntas, que ellos trataban de eludir de la mejor manera posible, cuando de pronto sentimos un gran tropel en el portal, y nuestros jóvenes se presentaron con la alegría pintada en el semblante, y diciendo muy satisfechos: