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pudieron hallar, puesto que en aquel momento eran impenetrables torios los departamentos del buque. El capitán, último de los tripulantes que abandonaron el vapor, sólo llevaba en el suyo dos barriles de galletas, algunas conservas y tres cuarterolas de agua: y aun de estas provisiones tuvieron que arrojar parte al agua para poder sostenerse en el bote que se inundaba de continuo. En esta situación y apartadas unas de otras las barquillas, el capitán y sus compañeros tuvieron el sentimiento de ver volcar el bote donde iba el segundo con treinta y tres personas y que se hallaba á una milla de distancia, sin poder prestarles ningún auxilio á causa de la fuerza del huracan y de lo atestada de gente que se hallaba su barquilla.

En esta situación terrible, en que las señoras tuvieron que quitarse hasta sus manteletas y abrigos, convertidas en obstáculos para la seguridad, por la fuerza con que el viento azotaba, tuvieron la suerte de ser vistos y recogidos por el buque Star of Hope, cuyo nombre, Estrella de Esperanza, lo fue sin duda para aquellos náufragos. Lo primero que hizo el capitán Munro fue rogar al capitán Talbot, del buque salvador, que hiciesen una búsqueda para rescatar á los de las otras tres barquillas, la que dio por resultado, después de algunas horas, el hallazgo del bote del contramaestre recogido. inmediatamente á bordo. Los dos restantes no pudieron ser hallados.

Lo particular de este caso es, que el bote que volcó á vista del capitán, pudo llegar á la costa de Donegal con el segundo capitán y dos marineros. Como era salvavidas, él mismo se enderezó, después de haber estado quilla arriba por cuatro horas, logrando algunos meterse dentro. Pero de entre estos, dos pasajeros se arrojaron al agua el primer día: al tercero, se tiró otro, fatigado de tanto martirio, y cinco mas perecieron por el frió y el hambre. Créese que los otros dos botes se hayan perdido, aumentando asi la cifra de las víctimas con que cada año paga la humanidad tributo al temeroso elemento. Hallen sus almas descanso en el seguro puerto de aquel que al bravo mar puso límites de leve arena.

D.B.



CABALLERO DE RODAS.

Conforme á nuestro propósito de hacer conocer á nuestros lectores los hombres notables de todas las esferas, opiniones y partidos, damos en el presente número el retrato del general Caballero de Rodas, quien á causa de habérsele conferido el mando del ejercito de operaciones en Andalucía, ha ocupado la atención de la prensa y del público en general, en los pasados dias.

En estos ligeros apuntes nos concretaremos á los hechos de su carrera militar, para la que todos le reconocen ampliamente dotado de las necesarias prendas de valor y energía.

Desde 1854, en que se hizo notar, á las órdenes del general Dulce, por su arrojo en la acción de Vicálvaro, de la que salió herido gravemente, su nombre. comenzó á hacerse notorio, aumentando esta notoriedad su participación en la campaña contra los marroquíes.

Desterrado por el anterior gobierno á la isla de Lanzarote á causa de los planes con que se preparaba la revolución felizmente llevada á término, se embarcó en el Vulcano, y pudo quedarse en Las Palmas, pretestando el mal estado de su salud. De dicha ciudad salió con sus. compañeros en la noche del 15 de setiembre en el vapor Buenaventura, que le condujo á España, y á punto y ocasión de tomar la parte importante que le cupo en la memorable y gloriosa batalla de Alcolea, en la que pudo contribuir al ansiado triunfo que cambió la situación política de nuestra patria.

Nombrado teniente general y director de artillería, el gobierno le confió el mandó de capitán general de Andalucía y. del ejército de operaciones en aquel territorio, en cuyo desempeño se han sucedido los graves acontecimientos que han ocupado la atención pública en estos dias, y que tanto han puesto á prueba las cualidades de un jefe militar.

Concluida esta misión y disuelto el ejército, ha regresado á Madrid para encargarse de la, dirección general que le había sido confiada, y en cuyo puesto tendrá ocasión de mostrar su pericia y conocimientos militares.


MÉJICO.

Al abandonar á Rio Frió, eminencia de la cordillera que separa á Puebla de Méjico, el viajero no puede menos de estremecerse al ver descender la diligencia á todo escape en la peligrosa cuesta que le conduce á la inmensa planicie de Anahuac. En medio de terribles vaivenes, los pobres pasajeros salen de aquel desfiladero peligroso y favorito de los salteadores á fuerza de prodigios de equilibrio, y gracias á la protección especial de la Providencia; pero en cambio rendidos y molidos como alheña.

Sin embargo, la primera clara que se ve luego entre los negros pinos, los indemniza ampliamente de los pasados sufrimientos. Saliendo del bosque la diligencia, se halla de repente en medio de áridas llanuras en que hay diseminados algunos manzanos silvestres y algunas manchas de cultivo.

Desde allí se divisa todo el valle que es en verdad un magnífico espectáculo.

A la izquierda y en segundo término, por encima de los pinos, la montaña Ixtaccihualt (la mujer de nieve) deslumbra con su reverberación. El pico dista unas cuatro leguas, y sin embargo parece que se le toca con la mano, gracias á la pureza de la atmósfera.

Mas allá, y en la misma dirección, el Popocatepetl, la mas alta cima de Méjico, y el volcan mas bello del globo, eleva á cerca de 18,000 pies su orgullosa cabeza. A los pies de estos dos reyes de la cordillera, se estiende la magnífica llanura de Amecameca, sembrada de siempre verdes plantíos; aquí y allá surgen, rompiendo la monotonía de las líneas, esas eminencias de estraordinarias formas, productos volcánicos coronados de pinabetes aislados en la llanura de Méjico y sin afinidad con la cordillera.

Allí se distinguen el Sacro monte de Ameca y los montículos de Halmanalco, pueblecillo abandonado y lleno de ruinas.

Mas abajo aparece Chalco recreándose en el espejo de las aguas de su laguna; y en el fondo Córdoba, Buena Vista, Ayotla, cuyo nombre ha hecho célebre la política; a lo lejos el Peñón, la gran calzada que separa la laguna de Ayotla del lago de Texcoco; y en fin, la reina de las colonias españolas, Méjico, cuyas murallas blanquean, y cuyas cúpulas resplandecen á los rayos del sol benigno y generador.

Por encima se dilata la vista sobre las colinas donde aparecen San Agustín, San Ángel y Tambaya; un poco á la izquierda, el templo de Nuestra Señora de Guadalupe- se destaca sobre el fondo negro de la montaña, y atravesando el lago, la sombra del gran Texcoco viene á fijar la mirada del atónito viajero.

Por todas partes se ven aldeas, pueblecillos y lagunas que forman un panorama espléndido.

Un sol resplandeciente derrama profusamente tal variedad de tintas agradables, que son la desesperación de los artistas; en una palabra, hay tanta prodigalidad de colores, que deslumhra la vista y produce un mágico encanto.

Pero ¡ay! al llegar, se desvanece la ilusión; bárranse los colores y desaparece la mágica perspectiva.

En lugar de la fértil llanura, de las verdes palmeras, de los deliciosos lagos cargados de chinampas floridas ó islas flotantes, que el viajero se promete, solo atraviesa fatigado llanuras abrasadas y estériles; el paisaje se torna triste y solitario, y á cada paso va desapareciendo aquel pais de las hadas. Las aleteas son ruinas, chaparros las palmeras, y los lagos pantanos, fétidos y cenagosos, envueltos en nubes de venenosos i insectos.

Al entrar en Méjico, vénse tan solo chiribitiles que en verdad no anuncian la existencia de una ciudad populosa: calles sucias, casas bajas, pueblo cubierto de harapos; pero muy luego desemboca la diligencia en la plaza de Armas, que la forman, por un lado el palacio, y la catedral por otro. Ya aquello parece una capital.

A pocos pasos divisa el viajero el antiguo palacio de Itúrbide, donde bajo sus antes dorados techos, encuentra la hospitalidad propia de una fonda.

Méjico pierde todos los dias algo de su fisonomía estranjera: las colonias alemanas, inglesas y francesas han dado a la ciudad cierto carácter europeo, y sólo en los barrios se nota cierto aire propio de la localidad que describimos. Y aquí viene, como de molde, una ligera digresión.

La estadística calcula en 200,000 habitantes la poblacion de Méjico. Es harto exagerado el cálculo. Nosotros creemos acercarnos mas á la verdad, concediéndole sólo 150,000. Por lo demás, y en punto á geografía, tenemos que acusarnos de grandes errores, pues carecemos absolutamente de estadística del comercio.

Suponiendo que tenga Méjico 200,000 habitantes ¿no será útil decir qué clase de gentes componen esta población? ¿No seria necesario advertir al viajero ó al hombre de negocios, que de esta cifra de 200,000 que constituye en Europa una gran población, por lo que hace al consumo, sólo hay en Méjico 25 ó 30,000 individuos eme consuman? Él resto se compone de léperos, mendigos, mozos de cordel, rateros y otros individuos que carecen de medios de subsistencia, y viven al dia. Esta clase, lejos de traer nada á la circulación, tiende á paralizarla de dia en dia y sólo vive á espensas del resto de los vecinos.

¡Cuántos creen en Europa no tener que habérselas en Méjico sino con salvajes, y se imaginan aun ver un pueblo viviendo bajo las palmeras con la cabeza y la cintura adornadas de plumas! Los malos grabados hacen mas daño de lo que se piensa, hablando mas vivamente al espíritu del pueblo que los libros, que no lee, y perpetúan en él errores deplorables. Citan en Méjico la historia de un pobre diablo, que fué á Vera-Cruz con una pacotilla de espejos, cuchillos y otras pequeñas zaranelajas y que, como era de esperar, se arruinó.

Quisiera yo describir al mejicano, y no sé como hacerlo: puede considerársele bajo tantos aspectos, que hay que hacer un gran estudio para ello.

Yo, por mi parte, no he recibido de él mas que servicios de poca importancia, y he visto siempre en él una atención solícita estremada: es obsequioso en mayor grado que el europeo, olvidadizo en promesas y palabras; pero nunca se desmiente su solicitud.

El mejicano conserva aun del español esta ingenua locución de que se sirve á cada instante. Es también de usted señor; o á la disposición de usted. ¡Gran reló! dice uno admirándolo.—Es de usted, contesta inmediatamente! —¡Buen caballo! —Está a la disposición de usted.

Sin curarse en lo mas mínimo del dia de mañana el mejicano gasta el dinero procedente del juego con la misma facilidad que el de su trabajo. En su concepto parece que ambas ganancias tienen el mismo valor.

Acostumbrado en materia de gobierno á cambios continuos, el hecho consumado es su ley, y testigo de las escandalosas fortunas de algunos comerciantes la política lo pierde, la pereza lo corrompe, y el juego lo desmoraliza. Recibiendo sólo una educacion superficial y conservando el orgullo del español, menosprecia por lo general el comercio, y prefiere vivir miserablemente con algún empleo. Es soldado por afición, y no le sale mal negocio cuando se le paga, cosa muy rara en los tiempos que corremos. Mas de un coronel me ha pedido dos francos y medio para sustentarse.

Pero en último estremo, siempre queda al empleado como al militar un recurso, que es el del pronunciamiento. Todos sabemos lo que es el pronunciamiento. Pierdo mi empleo, y naturalmente, el gobierno ya no me conviene: en su consecuencia, me pronuncio.

Me dejan á media paga: me pronuncio.

Formo mi plan, agrupo en torno mío á los descontentos desocupados, atraigo también á los descamisados y formo un núcleo de fuerza. Con ella destruyo una diligencia, invado un villorrio, despojo una hacienda: estoy, en una palabra, pronunciado.

Lo hago por el bien de la república. ¿Qué hay que responder a esto?

(Se continuará.)

Z.


IDEAS EN CARTERA.
I.

Hace tres dias, volvia yo de un paseo filosófico que acostumbro á dar todas las noches por los jardinillos de Recoletos, cuando al pasar por frente al ministerio de la Guerra, me detuvo un sujeto, decentemente vestido, que venia precipitadamente en direccion opuesta á la que yo llevaba. Me miró con una mirada particular y me dijo:

— Conozco á usted: usted es fulano.

— Servidor de usted — contesté un tanto sorprendido,

—Usted escribe: he leido cosas suyas.

— Tengo esa gloriosa desgracia, que no será tan grande si le han gustado á usted.

— Asi, asi, usted tiene algunos defectillos como escritor.

—¿Cuáles?

— Falta de pensamientos y de estilo.

—Mil gracias.

— Y me alegro de haber encontrado á usted. Nuestro encuentro no será estéril.

Medió una breve pausa. El desconocido sacó de su bolsillo una cartera muy abultada y prosiguió diciendo:

— Dentro de una hora voy á suicidarme.

—¡Demonio!

—Sí, amigo mío: dentro de una hora habré abierto la entornada puerta que ddsde este esterquilinium que se llama vida, da paso á yo no sé donde.

—¡Pero hombre!...

— Nada, suprima usted las reflexiones: todas serian en vano: yo tengo una enfermedad incurable.

— No hay ninguna que lo sea, existiendo la deliciosa Revalenta arábiga.

— Mi enfermedad es moral y mortal: padezco la nostalgia de la República.

— Ah.

— Y como temo no llegar nunca al pais de mis sueños, voy á buscar el de la eternidad.

Quise replicarle; pero interrumpiéndome con viveza, prosiguió:

— En el afán de ser útil á mi pais y de contribuir al realizamiento de mi ideal, pensé en escribir una historia de la revolución española, pero una copla que oí cantar ayer, me ha hecho desistir de mi propósito.

— ¡Una copla! interrumpí yo.