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que ella accedió con la condición de que no habia de entrar piedra alguna en la composición de aquel dige. Cuando la presentaron la sortija, sin embargo, halló que la pintura se miraba al través de un diamente que la cubría, y habiendo mandado levantarlo, lo envió al galante donador. El principe, que no quería verse rechazado, mandó pulverizar el diamante y lo empleó como coronilla en la carta que, dirigió á aquella señora con aquel motivo.

Inglaterra a su vez no se quedaba á la zaga en cuanto al lujo de los trages. Los cortesanos de Isabel, de Jaime I y de Carlos I, marchaban á la par de los galos sus vecinos, y en cuanto al articulo de joyas para los trages de corte, los hombres, especialmente, llevaron su ostentacion á un grado de que no hubo ejemplo en los tiempos sucesivos. El rey Jaime profesaba una admiración pueril á lo que en aquellos tiempos se llamaba pompa (bravery) y sus favoritos, asi para halagar los caprichos de su señor, como para satisfacer su propia vanidad, no reparaban en consumir sus rentas, por cuantiosas que fuesen. El cuidado con que el frivolo monarca atendía al ornamento personal de sus favoritos, se ve comprobado por el siguiente extracto de una curiosa carta, que se halla en el Museo británico, dirigida por aquel á su hijo y á su favorito residentes entonces en Madrid, el año 1623.

«Os envió para vuestro uso los tres hermanos que conocéis muy bien, pero montados de nuevo, y el espejo de Francia compañero del diamante de Portugal, que deseara lo llevaseis solo en el sombrero con una plumita negra.»

«En cuanto á tí, amable José, te envió un hermoso diamante, que ya en otra ocasión quise regalarte y no lo aceptastes, al que he unido un par de preciosas perlas para que puedas prenderlo en tu sombrero ó donde tú quieras. Serian muy á propósito para un almirante los dos largos diamantes de forma de áncora con el diamante que cuelga, pero no sé si mi chico (my baby) querrá desprenderse de ellos á pesar de que aun le quedarían bastantes joyas mejores que aquella para su señora. Si rehusa desprenderse del ancóra podrá al menos prestarse el broche redondo, pues aun le quedarían tres juegos de alhajas diferentes para adornar su sombrero.»

«Describiéndolas diferentes alhajas que se enviaron á la infanta, hace el rey mención de un aderezo de veinte y dos pares de perlas,» añadiendo: «y la entregareis tres buenas caídas de diamentes, una para llevarla ceñida en la frente, y las otras dos para pendientes.»

Un trage de corte del rey Jaime, duque de Bukíngham costó 800,000 reales.

PERROS ZARCEROS Ó TODESCOS

La moda de las alhajas en el sombrero era general á las córtes de Europa en aquellos tiempos. Pasando el embajador español don Pedro de Zúñíga por el puente de Holborn, un ratero le echó mano al sombrero, en el que llevaba prendida una rica joya, y se fugó con él animado por la gritería de los circunstantes, que no disimularon la satisfacción que les causaba la burla porque recaía en un español.

Lady Faushair describiendo minuciosamente el trage con que iba á ser presentado como embajador en la córte de España, dice que llevaba un sombrero negro de castor con el ala levantada y sujeta al lado izquierdo con una piedra de valor de doscientas libras; una curiosa cadena cincelada de la India, de la que pendía el retrato del rey su señor, ricamente guarnecido de diamantes en sus dedos lucia dos preciosas sortijas.

Sir Thomas More en su Utopia parece como querer ridiculizar los adornos de los sombreros: «Cuando vinieron, dice, los embajadores de Anatolio, los muchachos al ver las perlas que llevaban en los sombreros, decían á sus madres: «Mire usted, mamá, llevan perlas y diamantes como si fueran niños.» «Silencio, respondían las madres, estos no son los embajadores: son los bufones del rey.»

J.F. y V.


COSTUMBRES NACIONALES.

EL PUENTE DE VALLECAS.


Las costumbres madrileñas, tan originales y tan graciosas como lAs andaluzas, han tenido pocos pinto- res, porque generalmente los españoles, participando en esto ele la manía de los estranjeros, ó quizá dando lugar á ella, nos hemos empeñado en hacer andaluces á los vecinos de la villa del oso y del madroño.

El grabado que hoy publicamos, no adolece de ese mal, es un verdadero cuadro de Madrid, un saínete de don Ramón de la Cruz, tal como el célebre poeta los escribiría si hoy existiera.

El chulo que se halla á la derecha, de chaquetilla corla, pantalón ajustado y sombrero que apenas le cubre la cabeza, es digno hijo del apuntador de la Comedia de Maravillas. No hay mas que verlo, para comprender que no pierde una corrida de toros, que es poste viviente de la calle de Sevilla y que está Siempre pronto á dar que hacer á los escribanos á consecuencia de haber descalabrado á un amigo, por si la esto- cada que dieron al quinto toro era baja ó alta ó por si la Manuela, le miró á él ó á un cabo de caballería, al pasar por la taberna donde estaba echando un trago.

¿Quién no conoce á la muchacha que con él está hablando? Por ribeteadora la diera el menos conocedor y el que engañado por la soltura de sus mortales, se atreviera á usar con ella ciertas libertades, se espondria á llevar un bofetón de cuello vuelto que le dejara sin sentido.

Sentado de espaldas, con gabán de invierno en el verano y levita de alpaca en el invierno, puesto en el cogote el abollado sombrero de copa alta, se halla un héroe de Capellanes: él es el primero que en todas partes grita «¡culebra!» y no suele ser el último á quien echa mano la policía cuando se suspenden las garantías constitucionales.

Hállase á la izquierda la vendedora de escabeche tan dispuesta á cortar nedia libra de lo fino, como á encajar una desvergüenza al lucero del alba, y á su lado, sentado sobre un poste, se encuentra un pobre paleto que contempla con estúpida admiración todo el cuadro y qué milagro será que vuelva á su pueblo sin haber sido víctima de alguno de los cacos que pululan en la ex-coronada villa.

También se ven en segundo término dos mozos en ciernes, cerniéndose al compás de una habanera que algún figlio della bella Italia destroza en un arpa vieja y que andando el tiempo prometen ser los héroes y galanes de bailes nocturnos á cortinas verdes. Junto a estos se percibe la mugrienta y necesitada figura de un padre de cinco hijos que sabe interesar los pechos nobles en la expansión de su regocijo, y recibe limos- na de una vieja caritativa mujer del santo varón que examina la fe de bautismo, linaje v procedencia de una legítima de Jamaica en vísperas de trasegarla á su estómago.

Por último, y junto á un casucho, en el que se alquilan sartenes y otros utensilios, sobre cuya puerta ondea una bandera en que se leen estas palabras: Merendero de Prim, se ve á la guisandera, friendo pes-