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La tierra acaba en tu glacial palacio: tuya es la azul inmensidad aérea: tú Ves más luz, mas astros, más espacio... ¡parte eres ya de la mansión etérea! ¡Adiós! Retorno al mundo... Acaso un dia ya de la tierra el corazón no lata, y sobre su haz inanimada y fria tiendas tu mano de luciente plata... Será entonces tu reino silencioso cuanto hoy circunda y cubre el Océano... ¡Adiós! Impera en tanto desdeñoso sobre la insania del orgullo humano! Chamounix, 1860. P. A. DE ALARCON,

LOS PRODIGIOS DEL AMOR, i. No voy á referir al curioso lector, una novela, cuen co ó cualquiera otra cosa imaginativa y de este jaez, ■sino una historia verídica, acaecida en nuestros dias, ■que todo Aragón conoce , y respecto á la cual , estoy seguro de que ningún averiguador de vidas agenas me dejará por embustero. Hecha esta salvedad y pidiendo perdón por todas y ■cada una de las faltas de analogía, sintaxis, prosodia y aun ortografía , en que pueda incurrir en -esta des aliñada narración, la comienzo en los términos si guientes. No hace mucho tiempo, pululaba por la invicta ciu dad de Zaragoza , un vago de profesión y perdido de -oficio, llamado por mal nombre Cascarilla , tan truhán y tan profesor en la picardía, que á haber empleado en ^indar por el camino del bien , las dotes de astucia, inventiva y resolución que debía á su buena' ó mala estrella , de seguro hubiera llegado á ser un rico co merciante, ó tal vez opulento banquero' y aun quizá quizá, director de Hacienda ó cosa parecida. Cascarilla, á quien venia de casta la afición á la in dustria en todas sus ramificaciones, sentó plaza de industrial sui generis. Habia corrido las siete partidas del mundo. En Ar gelia fue soldado , en la Habana lencero , en Sevilla revendedor y falsificador de billetes de la Plaza de toros y en Barcelona se habia ocupado en fabricar mo neda falsa ; especialmente pesetas isabelinas. ,

Probó fortuna En todas las carreras de la tuna.

Pero es el caso, que si se esceptúa una corta tempo rada en Cádiz , durante la cual echó el pego en una timba de cuartos, en una partida fronteriza al teatro del Balón, el ingenioso vividor casi siempre estuvo á la cuarta pregunta. Achaque es este de los genios , y aunque esté mal el decirlo, Cascarilla era un genio: el genio de la fal sificación. Trabajaba primerosamente con la pluma, con el cin cel , con el pincel , sobre el troquel , sobre el metal y sobre el papel. ¿Por qué causas, después de rodar tanto por el mundo, se hallaba en la ciudad del Ebro? Se ignoran. En la historia de los grandes hombres hay siempre puntos oscuros, monólogos tan inestricables, como el de: To be or not to be. El cual yo mismo no sé lo que quiere decir. II. El caso es que Cascarilla estaba perdido en Zara goza, con un trapo atrás y otro por delante , que ayu naba algunos dias, y se pasaba en claro algunas no ches, tanto por falta de gases estomacales, por cuanto que la dureza de la cama , que solia ser el suelo , no convidaba al descanso. En estas noches, en que, aun cuando se quedaba á la luna de Valencia, contemplaba la de Zaragoza, que es muy parecida; Cascarilla revolvía en su imaginación los medios de salir de su penoso estado , y como su imaginación no era un desván ni mucho menos , por fin halló un cabo, y siguiendo la madeja de sus pensa mientos, creyó haber encontrado la salida del laberinto de su miseria. Mascarilla frecuentaba, cuando podía, la taberna del tio Botica, tal vez llamado así, por sus trabajos farma céuticos en el vino ; establecimiento de recreo , que si no es célebre en Zaragoza , lo será desde la publicación de estas líneas. Acostumbraba á hacer estaciones en dicha taberna un mozo cobrador de la casa de un al macenista y cosechero de vinos, el cual (me refiero al cobrador) era conocido con el nombre de Rinconera, sin duda porque era tan anguloso de cara y de cuerpo, como este mueblé. Cascarilla y Rinconera simpatizaron , bebian juntos

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y algunas veces el primero acompañaba al segundo á sus cobranzas , de suerte que le veia volver á casa de su amo , cargado de dinero y sobre todo de buenos billetes del Banco de Zaragoza, que en aquella época circulaban mucho. Esta circunstancia sugirió una idea á Cascarilla; co menzó á catequizar meíistofélicamente á Rinconera, que hasta entonces habia sido un joven honrado, tan honrado que su amo le hubiera confiado las llaves de su caja, sin la menor vacilación ; le entretuvo y le des lumhró con la pomposa narración de sus viajes ultra marinos, de las delicias del suelo americano y del gan cho de las criollas y demás mujeres tropicales; supo infiltrar en su corazón el deseo de la buena vida y el desprecio hacia la sedentaria y pobre; y con esto, y con la demostración casi palpable de la seguridad del éxito, trastornó la cabeza al cobrador, y le decidió á coaligarse con él , á fin de dar un golpe que les sacase á ambos de pelgares. Las exigencias de la narración me obligan á abando nar por ahora á estos dos amigos y cómplices , para ocuparme de otros personajes que intervienen en esta mínima historia. III. Don Serapio, el amo de Rinconera, tenia su almacén de vinos al pormayor, en una calle de cuyo nombre no me acuerdo, y era el proveedor de todos los tratantes en pequeño, cafés, fondas y demás establecimientos principales, de la Virgen del Ebro, como llama yo no sé que poeta á Zaragoza. Don Serapio era viudo, tenia un hermano sacerdote que viyia en su compañía, y una hija de diez y ocho años, á quien yo, con mas propiedad que el susodicho poeta, podría aplicar la frase anterior. Con saber que esta doncella habia nacido en Zaragoza, ocioso será de cir que su nombre era Pilar ; pues así como todas las gaditanas se llaman Rosarios, y todas las sevillanas Lo las, y todas las cordobesas Rafaelas, y todas las natu rales de Oviedo Toribias, y lodos los negros Domingos, del mismo modo todas las zaragozanas deben llamarse Pilares. No estoy seguro de lo admisible de este plural, asi como tampoco de lo verídico del concepto del párrafo anterior, inspirado por un amigo mió que ha viajado mucho. Pilar tenía muy buen palmito, ojos parlanchines, y un carácter un sí es no es romántico á fuerza de ha ber leido novelas , entre las cuales prefería dos , á sa ber: Rosita ó la niña mendiga, y Juanita ó la inclu sera generosa. Era por lo tanto aficionada á la naluraleza , y se pasaba largas temporadas en un pueblo de los alrededores de la ciudad, en compañía de una seño ra hacendada, que había sido su madrina do pila. Don Serapio era un buen hombre , no obstante sus ribetes de volteriano: entusiasta del duque de la Victoría, y que, como su hija, tenia cierta afición á la ame na literatura , prefiriendo en ésta los tipos de abnega ción y fidelidad, como por ejemplo , el Cuasimodo de Víctor Hugo, el Sancho Montero de Zorrilla y el lego de los Magiares. El comercio de don Serapio prosperaba, su hija cre cía en hermosura, y sólo una cosa amargaba su felici dad: no poder oír tocar el himno de Riego. Réstame hablar de un personaje, que por su impor tancia párrafo aparte merece. IV. Se llamaba Mascarilla... ¡Misteriosa predestinación: estraño enlace de nombres y destinos tan opuestos, cuyas sílabas por completo hacían consonantes, los nombres de dos seres tan desemejantes! Mascarilla era un dependiente de don Serapio, que desempeñaba en el almacén varios cargos, entre ellos el de contador. Natural de Belchite, patria de don Fru tos Calamocha , estaba desde la edad de catorce años en casa del honrado almacenista. No era completamente tonto, aunque sí algo feo, y tan tímido, que rayaba ya en el encogimiento. Mascarilla contaba á la sazón veinte años ; edad de las pasiones, y abrigaba en su corazón una, secreta, por la hija de su principal, y se limitaba en las tempo radas que esta pasaba en Zaragoza, á mirarla á hurta dillas cen ojos de carnero moribundo. La bella Pilar, aunque con el instinto de su sexo, habia adivinado el amor que inspiraba, no se cuidaba gran cosa del pobre mozo. Hacia éste, mientras aquella estaba en el pueblo en compañía de su madrina, una vida filosófica y retraída. Hablaba poco, comía menos, casi nunca, ni en dias de asueto, salia de casa y en resolución no tenia ninguno de los gustos é inclinaciones propios de su edad. No obstante, si don Serapio le hubiera sorprendido en ciertas ocasiones , creería notar en él los síntomas de la avaricia ; porque contemplaba con ojos saltones los billetes del Banco de Zaragoza, que por razón de su cargo, solia manejar con frecuencia. ¿Qué significaba esto? Tal vez, efectivamente era am bicioso por amor ; pues comprendía que la pobreza le separaba mas principalmente de su desdeñosa Dulci nea, ó sea de Pilar.

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V. Un dia, por la mañana, don Serapio hallábase senta do en su almacén, fumando un cigarro de tres cuartos, con la misma fruición que cualesquiera de los héroes de Ponson du Terrail, que como es sabido están siempre fumando, y Mascarilla estaba, en una mesa de [despa cho, haciendo cuentas, cuaudo hé aquí que se presen ta Rinconera , que volvía de cobrar según costumbre todos los primeros lunes de cada mes. Rinconera venia algo agitado , quizá á causa del ca lor, que en aqael dia de agosto, se dejaba sentir. Don Serapio se puso en pie y se acercó al mostrador para recibir las cantidades traídas por el cobrador. La mayor parte de estas consistian en papel y ascendían á catorce mil duros. Mientras Mascarilla cotejaba en el libro las partidas, sentándolas y dicíéndolas en voz alta, don Serapio las iba contando sobre el mostrador, examinando uno por uno los billetes de Banco, con su acostumbrada minu ciosidad é inteligencia. Al terminar y dirigiéndose á Rinconera , pronunció la frase sacramental : —Está bien. Y pasando al interior del mostrador, repuso alar gando al dependiente los rimeros de billetes : —¡Cuánto papel hay en la plaza! Toma. —Rinconera, entre tanto, se limpiaba el sudor. Mascarilla tomó el primer montón de billetes , exa minó algunos y dijo : «Estos billetes son falsos.» Rinconera hizo un movimiento como para salir del almacén; pero se detuvo. —¿Falsos?—esclamó don Serapio.—¿Estás loco? Los he mirado yo uno por uno. —Pues sin embargo son falsos—repuso Mascarilla con acento de convicción y saliendo rápidamente á la puerta de la tienda , añadió : —Por si acaso, no dejéis marcharse á Rinconera. Este tenia un aspecto indefinible, que don Serapio achacó á la sorpresa de la honradez, pero sin embargo, y aun cuando estaba casi persuadido de que Mascarilla se equivocaba, como la escama es inherente al comer cio , mandó al mozo cobrador que pasase á la tras tienda. Rinconera, después de titubear un momento obede ció: estaba aturdido. Entre tanto Mascarilla había seguido examinando otros muchos billetes. —Falsos, todos falsos—volvió á decir. —Es imposible —replicó don Serapio—desafio á cual quiera á que á mi me engañe. ¿En qué te fundas? —Tengo mis razones—contestó Mascarilla algo con fuso.—En fin, si usted quiere, iré de una carrera al banco y saldremos de dudas. • —Ve, pues, aunque lo creo inútil. —Hizo una rápida apuntación de los números con que estaban marcadas las séries en los billetes ,y to mando un gran montón de estos , salió precipitada mente del almacén. Llegó al banco , subió á la sala de pagos , en donde había tres dependientes , y dió á uno de ellos unos cuantos billetes para que los examinase. Este lo hizo con la mayor escrupulosidad, coteján dolos con otros y dijo : «Son buenos.» Los otros dos empleados, por cuyo mano pasaron, repitieron la misma frase. Mascarilla comenzaba á creer que se habia enga ñado. Pero en aquel instante se presentó un oficial de caja. —¿Qué es eso?—preguntó—¿una imposición? —No—contestó Mascarilla— una duda. He creído que estos billetes eran falsos. —A ver. El oficial los examinó á su vez é iba ya á repetir la misma trase que los otros dependientes, cuando se de tuvo como asaltado por una idea súbita. —¡Ah! estas séries de numeración no pueden ser— esclamó—las tenemos nosotros en caja ; esperad. Y salió apresuradamente. Entre tanto Mascarilla contó á los otros dependien tes la procedencia de los billetes y la razón en que se fundaba para creerlos falsos: razón que no tar dará en conocer el lector. Volvió el oficial , pasado un breve rato y dijo , diri giéndose á Mascarilla: —Tiene usted razón , estos billetes deben ser falsos, porque como ya he dicho , la serie igual está en el Banco. —¡Ah!—esclamó Mascarilla—bien lo decia yo. VI.

Cuando volvió al almacén se encontró grandes no vedades. Rinconera estaba encerrado en la trastienda, y en la tienda se celebraba una especie de consejo de familia, compuesto de don Serapio, de su hermano el sacerdote! que se llamaba don Gumersindo, y de su hija la intere I sante Pilar.