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«El viernes último, el tiempo estaba favorable y subí á la montaña desde la Torre de II Annunziata. Lo hermoso del dia y la estraordinaria actividad del volcan en la noche anterior había sido causa de que un gran número de personas emprendieran la misma ascensión que yo. Me encontré con una multitud de gentes que habían salido de Pompeya; todos parecían ser italianos y pertenecer á las distintas clases de la sociedad; cuando llegamos á cierta altura, se presentó á nuestra vista un espectáculo sublime. En las fases anteriores de la erupción las esplosiones se seguían unas á otras rápidamente por algunos minutos, y luego cesaban por intervalos mas ó menos largos; pero el viernes era una serie constante de esplosiones sin ningún intervalo entre sí. Los estampidos se sucedían con tal velocidad, que no se había apagado el ruido del uno cuando se oía el siguiente. El ruido se percibía con toda claridad en Nápoles y ensordecía cuando nos acercábamos al cono. A la luz del sol, las piedras que arrojaba el cráter á cada esplosion aparecían negras, y al ascender y esparcirse en todas direcciones se hubiera creído que eran despedidas por un cañonazo tirado contra unas rocas. Sin embargo, como el sol se había puesto detrás de Ischia y el dia comenzaba á tornarse en crepúsculo, las rocas empezaron á cambiar su color negro en encarnado, y á medida que la oscuridad se hacia mas densa, de encarnado en el mas resplandeciente color de fuego. Las materias que arrojaba el cráter se elevaban densas y brillantes en el aire como un enorme surtidor de una fuente; y volvían á caer, parte en el cráter mismo, y parte en curvas parabólicas alrededor de la montaña. Las esplosiones eran tan frecuentes, que estas materias ascendían y descendían cruzándose sin cesar. No es exageracion decir, que algunas de estas piedras eran arrojadas á mas de dos mil pies de alto; algunas de ella eran de varias toneladas de peso y tardaban mas de un minuto en descender, contando, no desde que salían del cráter, sino desde el punto mas elevado á que llegaban. Unas caían dentro del cráter, algunas en la mitad de la montaña, y otras muchas al tocar en el suelo saltaban y bajaban saltando también, pero con mayor estruendo por la montaña, haciéndose pedazos en el camino y convirtiéndose en una lluvia de fuego. No hay nada mas pintoresco, pero tampoco mas terrible que la vista de uno de estos grandes globos de fuego precipitándose por la montana abajo en medio de la oscuridad y de la soledad de la noche.

Un hermoso torrente de lava, no de un encarnado vivo, sino como una llama clara, corría á manera de catarata desde la cima del nuevo cono y en dirección de Oltaviano. Cuando nos acercamos al cono antiguo, había disminuido en velocidad, pero todavía su curso podria ser de cuatro millas por hora. Tendría unos veinte pies de ancho y no era de mucha profundidad, no puniendo acumular materias en atención á la rapidez de su curso; por la misma razón no habia realmente orillas á ningún lado del torrente. Cuando la lava corre con lentitud, se enfria por los lados y por la superficie, formando una especie de canal cuyo cáuce va levantándose continuamente á consecuencia de que la masa líquida se va congelando debajo del torrente de fuego, que con un movimiento uniforme camina recto y deja las escorias que están flotando en la superficie. Nosotros íbamos caminando por un campo de lava ya antigua, lleno de grietas y agujeros en los que se hundían nuestros pies tan traidoramente como en un ventisquero de los Alpes. Al pie del torrente de lava, encontramos mucha gente mirando las curiosas combinaciones de las luces y sombras de las lluvias de materias inflamadas del Vesubio y de la luz del torrente de lava. Todo este espectáculo era



CÓRDOBA.—INTERIOR DE LA CATEDRAL, ANTIGUA MEZQUITA ÁRABE.